Jurisprudencia del Tribunal Supremo de P. R. del año 2009


2009 DTS 043 COLON PEREZ V. TELEVICENTRO DE PUERTO RICO 2009TSPR043

 

EN EL TRIBUNAL SUPREMO DE PUERTO RICO

 

Gilberto Colón Pérez

María Ramírez Álvarez

Recurrido

V.

Televicentro de Puerto Rico;

Noticentro 4; Banco Bilbao

Vizcaya y otros

Peticionaria

 

Certiorari

2009 TSPR 43

175 DPR ____

 

Número del Caso: CC-2004-1027                                             

Fecha: 6 de marzo de 2009

 

Tribunal de Apelaciones:                      Región Judicial de Arecibo

Juez Ponente:                                       Hon. Roberto L. Córdova Arone

Abogado de la Parte Peticionaria:        Lcdo. Francisco Ortiz Dantini

Abogado de la Parte Recurrida:           Lcdo. José R. Rosello-Camacho

 

Materia: Derecho Constitucional, Libertad de Expresión, Daños y Perjuicios; Libelo y Calumnia; Difamación, En solo hecho de una fotografía  de un sospechoso, donde aparece el demandante en un video de la noticia no constituye difamación. Al no haberle imputado un delito al reclamante o provocado el menosprecio del pueblo hacia su persona, no hay causalidad adecuada entre las actuaciones de Televicentro y los daños alegadamente sufridos por el señor Colón Pérez y por la señora Ramírez Álvarez. Revoca al TPI y TA.

 

ADVERTENCIA

Este documento constituye un documento oficial del Tribunal Supremo que está sujeto a los cambios y correcciones del proceso de compilación y publicación oficial de las decisiones del Tribunal. Su distribución electrónica se hace como un servicio público a la comunidad.

 

           

Opinión del Tribunal emitida por la Jueza Asociada Fiol Matta

 

En San Juan, Puerto Rico, a 6 de marzo de 2009.

 

La controversia de epígrafe nos requiere sopesar el derecho a la libertad de expresión, principio fundamental democrático, frente al derecho personal e intransferible al honor y, a la vez, precisar las bases de la acción por difamación en nuestro ordenamiento. Relatamos los hechos según surgen del expediente.

I

Los días 15 y 18 de septiembre de 2000 Noticentro, uno de los noticiarios que transmite la estación de televisión que opera Televicentro de Puerto Rico, difundió un reportaje sobre una nueva modalidad de fraude bancario. El reportaje se presentó en dos segmentos diferentes, en los cuales apareció en la pantalla la imagen del Sr. Gilberto Colón Pérez, quién es una figura privada. En el primer segmento se presentaron las fotografías y los nombres de una pareja o dúo sospechoso de haber cometido los delitos imputados en la crónica, mientras que en el segundo se hacía referencia a “unos delincuentes y unas gangas” sin mencionar nombres o presentar fotografía alguna de sus miembros.

A raíz de este suceso, el 6 de marzo de 2001, Gilberto Colón Pérez y su esposa, María Ramírez Álvarez, presentaron una demanda sobre daños y perjuicios por libelo y/o calumnia en contra de Televicentro ante el Tribunal de Primera Instancia, Sala Superior de Arecibo. En la misma, alegaron que Noticentro había utilizado la imagen del demandante sin autorización y que la publicación había resultado ser libelosa, puesto que identificaba al señor Colón Pérez con la comisión de un delito, al permitir que su imagen figurara en la pantalla mientras se ofrecía información sobre el crimen. Luego de varios trámites procesales, ambas partes solicitaron que se dictara sentencia sumariamente.

Tras la celebración de una vista argumentativa, el Tribunal de Primera Instancia emitió una resolución interlocutoria a favor de los demandantes.[1] Concluyó que el noticiario no fue diligente en la transmisión del reportaje y faltó al deber de previsión por no anticipar el riesgo de lesionar la imagen de una persona que no estaba relacionada con la noticia, al difundir su figura y permitir que el público televidente la confundiera o asociara con los delitos informados. Además, el foro de instancia determinó que la imagen del demandante fue utilizada, publicada y transmitida sin su autorización o consentimiento y Televicentro fue negligente al no editar la transmisión de manera que se eliminara u ocultara dicha imagen. En fin, entendió el foro inferior que Televicentro violó el derecho a la imagen del demandante y que la publicación fue libelosa porque el rostro del señor Colón Pérez quedó indebidamente asociado con la noticia y, en consecuencia, con el delito imputado en el reportaje. Quedó por resolver la cuantía de los daños.

Televicentro cuestionó esta decisión ante el Tribunal de Apelaciones. Le imputó al tribunal de instancia haber errado al determinar que la publicación se había hecho de forma negligente. Señaló, además, que en la demanda no se había alegado una causa de acción por uso de imagen, por lo cual el tribunal no tenía ante sí una controversia respecto a esto debidamente presentada para su adjudicación. El foro intermedio apelativo confirmó la resolución del tribunal de instancia en cuanto al aspecto de la negligencia y determinó que se trataba de una publicación libelosa de su faz. Afirmó que al permitir que el rostro del señor Colón Pérez figurara en la pantalla, la estación de televisión había incurrido en libelo por asociación, porque el reportaje permitía que se asociara al demandante con el delito imputado. En cuanto a la causa de acción por uso de la imagen, el Tribunal de Apelaciones revocó la determinación de instancia al concluir que no se podía configurar dicha reclamación puesto que no se había alegado en la demanda original, ni se había enmendado la misma a esos efectos.

Aún inconforme, Televicentro recurrió de esta decisión y señaló que el Tribunal de Apelaciones había errado al entender que procedía dictar sentencia sumaria a favor de los demandantes, ya que en el presente caso el interés público y la libertad de expresión superan el derecho al honor del señor Colón Pérez. Añadió Televicentro que había verificado la información antes de presentarla ya que obtuvo las imágenes del expediente oficial de la policía. Además, expuso que el demandante no podría probar que la información publicada se refería específicamente a él.

Expedimos el auto y luego de un detenido examen del expediente estamos en posición de resolver.

II

A

 

Para atender adecuadamente la controversia ante nuestra consideración es necesario revisar el desarrollo del derecho al honor o la reputación, y su relación con la libertad de expresión, para concebir soluciones acordes a nuestra cultura jurídica y justas a las controversias que surjan de las pugnas entre estos derechos.

Además, debemos precisar el derecho aplicable a controversias de esta naturaleza.

Originalmente los límites del derecho relativo a la protección a la honra los estableció la doctrina de la iniuria (injuria) de las leyes civiles romanas y la acción de jactancia de la ley de Partidas de Alfonso X el Sabio. R. Martínez Álvarez, El derecho a la honra y al honor, 17 Rev. Jur. U.P.R. 139, 145-46 (1947); A. Bernabé Riefkohl, Hasta la vista, bay!: Es hora de decir adiós a la ley de Libelo y Calumnia de 1902, 73 Rev. Jur. U.P.R. 59, 61 (2004). Véase además: Cortés Portalatín v. Hau Colón, 103 D.P.R. 734 (1975).[2] Luego, durante el siglo XIX, y próximo al triunfo de las revoluciones burguesas, tomó auge el reconocimiento del derecho al honor. J. Plaza Penades, El derecho al honor y la libertad de expresión, Valencia, Tirant Lo Blanch, 1996, pág. 27. Sin embargo, los codificadores de la época entendieron que la pérdida de la vida y la ofensa del honor no son bienes valorables en dinero, por lo cual decidieron no incluirlos en los códigos civiles. S. Muñoz Machado, Libertad de prensa y procesos por difamación, Barcelona, Editorial Ariel, 1988, pág. 46.[3] Estimaban los redactores que esta materia era propia de las leyes políticas, razón por la cual los derechos de la personalidad fueron fundamentalmente ejercidos por los medios que proporcionaba el derecho penal y el administrativo. J. Castán Tobeñas, Los derechos de la personalidad, Madrid, Reus, 1952, pág. 29-30.

Es un hecho conocido que en el año 1898 la soberanía sobre nuestro país se trasladó de España a los Estados Unidos. Desde entonces nuestro derecho fue objeto de un proceso de adecuación al derecho angloamericano conocido como “americanización”. J. Trías Monge, op cit. pág. 135-139.[4] Es en ese contexto que, la Asamblea Legislativa de Puerto Rico adoptó, en 1902, la Ley de Libelo y Calumnia en la cual se codificaron los rasgos básicos del derecho común anglosajón que gobernaban en aquella época las reclamaciones por difamación. Ley de 19 de febrero de 1902, 32 L.P.R.A. sec. 3141-3149 (2004).[5] Véase además: Gierbolini Rosa v. Banco Popular, 930 F. Supp. 712, 716 (1996); Villanueva v. Hernández Class, 128 D.P.R. 618, 646 (1991). Sin embargo, la parte de dicho Código de derecho privado relativa a responsabilidad civil extracontractual no sufrió alteraciones. De esta manera, nos enfrentamos a un derecho de responsabilidad extracontractual principalmente civilista y a una Ley de libelo de ascendencia norteamericana.

A partir de la aprobación del mencionado estatuto este Tribunal exigió, por décadas, que las reclamaciones por difamación se fundamentaran exclusivamente en la Ley especial. Pou v. Valdejuly, 6 D.P.R. 133, 137 (1904); Quiñónez v. J.T. Silva Banking & Commercial Co., 16 D.P.R. 696 (1910); Perea v. Gómez Hermanos, 21 D.P.R. 26 (1914); Mulero v. Martínez, 58 D.P.R. 321 (1941). Además, entendimos que al provenir dicho estatuto del common law lo propio era acudir a la jurisprudencia norteamericana para desarrollar las doctrinas aplicables. Rivera v. Martínez, 26 D.P.R. 760 (1918). Estas razones, entre otras, explican por qué en nuestro país la acción en daños y perjuicios por libelo se alimentó, principalmente, de doctrinas angloamericanas y, por ende, a ellas corresponde en gran medida su construcción actual.

No fue hasta 1963 que en Romany v. El Mundo, 89 D.P.R. 604, 617-18 (1963), reconocimos una acción en daños y perjuicios por libelo bajo el artículo 1802 del Código Civil de 1930. La justificación para ello fue que la Ley de 1902 exigía, como requisito indispensable y necesario para que se pudiera ejercitar la acción en daños y perjuicios por libelo, que la difamación fuera maliciosa, mientras que bajo el artículo 1802 del Código civil era suficiente que la parte demandada hubiese actuado negligentemente. En fin, este Tribunal concluyó que cuando una parte no podía probar una causa de acción de libelo bajo la Ley de 1902, por ausencia del ingrediente de malicia, la persona perjudicada podía reclamar bajo el artículo 1802, siempre que hubiese mediado culpa o negligencia de la parte demandada y estuvieran presentes los demás elementos indispensables de esta causa de acción.

Un año después, el Tribunal Supremo de Estados Unidos resolvió el histórico caso de New York Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964). En éste concluyó que el derecho a la  libertad de expresión, reconocido en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, exige que cuando la parte demandante en una causa de acción sobre daños por libelo sea un oficial público, se le requerirá probar que la información publicada era falsa y que el sujeto demandado actuó con conocimiento de que esa falsedad o con grave menosprecio de la verdad.[6] En este caso, el más alto foro federal estableció un balance entre dos derechos fundamentales, a saber, la libertad de expresión y el derecho a la reputación. Entendió que es necesario el debate robusto y abierto sobre la cosa pública que podría incluir ataques vehementes, cáusticos y a veces desagradablemente cortantes contra funcionarios gubernamentales y públicos, sin desatender por ello el vital objetivo de defender la reputación personal. Al respecto,  el Tribunal declaró que una norma que disuadiera el que se criticara la conducta de los oficiales públicos, aunque fuera para garantizar que se publicara solamente la verdad sobre todas sus actuaciones, sería en detrimento de la libertad de expresión. Íd., pág. 279.

La doctrina adoptada en New York Times Co. v. Sullivan, supra, se fue desarrollando en varias opiniones posteriores del Tribunal Supremo federal, hasta que en 1974 se resolvió el caso de Gertz v. Robert Welch, 418 U.S. 323, 341 (1974).[7] En esta opinión, el Tribunal esclareció el derecho aplicable cuando la parte demandante en la acción por difamación es una persona privada. Dispuso entonces que en ese caso los estados podían definir el estándar de responsabilidad apropiado, siempre que le exigieran al reclamante probar que el sujeto demandado actuó con algún grado de culpa. En otras palabras, cuando la parte demandante en una acción de daños por libelo es una persona privada, se le puede exigir probar que el individuo demandado actuó con un grado de culpa menor que el que se le exige al demandante que es figura pública. A éste se le requiere demostrar que la actuación del demandado se realizó con malicia.[8]

Durante la década de 1970 este Tribunal se esforzó en revitalizar nuestra tradición civilista y demás fuentes autóctonas del sistema de derecho puertorriqueño. J. Trías Monge, op cit., pág. 297-306. En dicho contexto, la opinión del Juez Presidente Trías Monge en Cortés Portalatín v. Hau Colón, supra, colocó sobre nuevas bases el Derecho sobre difamación. La opinión afirmó, por vez primera, que “la fuente principal contra injurias es… [la sección 8 del artículo II de] la Constitución, no la ley de 1902. Esta sobrevive tan sólo en cuanto es compatible con la Constitución.” Id, pág. 738. De esta forma se reconoció que la acción por difamación surge del derecho al honor o reputación recogido en nuestra Constitución, que a su vez proviene de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre: 

[Al ser un derecho con] aspiraciones de universalidad, destilado de muy diversos sistemas jurídicos, ancho es el mundo que se nos brinda para su interpretación justa.  No se está obligado por juegos específicos de reglas históricas. La obligación es acatar el mandato constitucional, en consonancia con otras disposiciones de nuestra ley primaria y las realidades del país. Íd., pág. 738-39.

 

En esta decisión mantuvimos la doctrina norteamericana de la inmunidad o privilegio restringido, fundamentándolo en referencias puertorriqueñas y angloamericanas. Sin embargo, tal determinación fue tomada luego de explorar el enfoque civilista y, en consecuencia, fue una decisión informada.

Dos años después, al resolver Díaz Segarra v. El Vocero, 105 D.P.R. 850 (1977), rechazamos la norma de derecho común anglosajón de causa de acción múltiple, que reconoce una razón de pedir remedio por cada ejemplar de periódico o publicación vendida o entregada. Por el contrario, adoptamos la regla de publicación única, en la cual la edición completa del periódico, revista o libro se considera una sola publicación que da lugar, en caso de libelo, a una sola causa de acción. También dispusimos que el caso se debía ventilar en el distrito correspondiente al domicilio del demandante, pues fue allí que la causa del litigio tuvo mayor dimensión. Para llegar a esa conclusión, nos negamos a resolver “a la luz de los precedentes norteamericanos” y recurrimos, en vez, a la legislación autóctona interpretada a la luz de la jurisdicción judicial única establecida en nuestra Constitución. Íd., pág. 854. No obstante, reconociendo que en Puerto Rico son obligatorias las interpretaciones del Tribunal Supremo federal sobre la relación entre la libertad de expresión y el derecho al honor o la reputación,[9] en cuanto están basadas en la Constitución federal, este Tribunal adoptó, en Torres Silva v. El Mundo, 106 D.P.R. 415 (1977), la doctrina constitucional establecida en New York Times v. Sullivan, supra. Acorde a ello, y a la protección que brinda nuestra Constitución a la libertad de prensa y expresión, la opinión del Juez Asociado señor Torres Rigual explica  que para ser indemnizado por los daños sufridos a causa de una manifestación difamatoria, un demandante que sea considerado figura pública debe demostrar que la parte demandada actuó con malicia real.[10] Por otro lado, para el caso en que el sujeto demandante fuera una persona privada se mantuvo la norma que requiere que la actuación del ente demandado sea negligente, según se ha definido en casos resueltos bajo el artículo 1802 del Código civil. Torres Silva v. El Mundo, supra. Véase además: Zequeira Blanco v. El Mundo, 106 D.P.R. 432 (1977).[11]

Tradicionalmente este Tribunal a definido la negligencia como la falta del debido cuidado, que a la vez consiste en no anticipar y prever las consecuencias racionales de un acto, o de la omisión de un acto, que una persona prudente habría de preveer en las mismas circunstancias. Ramos v. Carlo, 85 D.P.R. 353, 358 (1962). En Torres Silva v. El Mundo, supra, establecimos los criterios que debe utilizar un tribunal para determinar, en una acción específica de difamación, si la persona demandada incurrió en negligencia al hacer la publicación alegadamente libelosa. Estos son los siguientes: (1) la naturaleza de la información publicada y la importancia del asunto sobre el cual trata, especialmente si la información es libelosa de su faz y puede preverse el riesgo de daño; (2) el origen de la información y la confiabilidad de su fuente; (3) la razonabilidad del cotejo de la veracidad de la información, lo cual se determina tomando en consideración el costo en términos de dinero, tiempo, personal, la urgencia de la publicación, el carácter de la noticia y cualquier otro factor pertinente. Íd.

Por otro lado, hemos afirmado que no es causa toda condición sin la cual no se hubiera producido el resultado, sino la que ordinariamente lo produce según la experiencia general. Santos Briz, Derecho de Daños, Madrid, Editorial de Derecho Privado, 1963, págs. 215 y ss, citado en Sociedad de Gananciales v. Jerónimo Corp., 103 D.P.R. 127. En otras palabras, es causa productora de responsabilidad jurídica o adecuada aquella que con mayor probabilidad cause el daño. Como podemos observar, los conceptos de negligencia y causalidad adecuada exigen que, de algún modo, se cumpla con el criterio de previsibilidad. No obstante, para fines de la negligencia lo importante es identificar si el demandado podía prever que su acción u omisión podría causar algún daño. En otro sentido, con el propósito de determinar si existe causa legal o adecuada, debemos evaluar si el demandado podía prever que su acción u omisión podría causar el tipo de daño que se produjo. Véase: Ginés Meléndez v. AAA, 86 D.P.R. 518 (1962); Pabón Escabí v. Axtmayer, 90 D.P.R. 20 (1964); Estremera v. Inmobiliaria, Inc., 109 D.P.R. 852 (1980).

En Torres Silva v. El Mundo, supra, también comenzamos a delinear los criterios para determinar si una persona debe considerarse figura pública o privada. Unos años más tarde, en García Cruz v. El Mundo, 108 D.P.R. 174 (1978), afirmamos que un excandidato a un puesto electivo continuaba siendo figura pública a los tres meses de su derrota en los comicios. Por lo tanto, le era aplicable la Ley de 1902, según modificada por la doctrina constitucional. En consecuencia, el demandante tenía que demostrar la malicia real, mediante prueba clara, robusta y convincente. En otras palabras, la parte reclamante debía señalar hechos que, de ser creídos, demostraran que la persona demandada abrigaba serias dudas sobre la certeza de la publicación.

Así las cosas, en Oliveras v. Paniagua Diez, 115 D.P.R. 257 (1984), extendimos la norma de Torres Silva v. El Mundo, supra, a un demandado ajeno a los medios de comunicación, requiriéndole a la parte demandante, quién era una figura pública, probar que el sujeto difamador había actuado con malicia real. Entendimos que la libertad de expresión brinda a la ciudadanía en general la misma protección que la ofrecida por la libertad de prensa a los medios de comunicación. Además, reiteramos los elementos que deben concurrir para concluir que una persona demandada ha adquirido la condición de figura pública: (1) especial prominencia en los asuntos de sociedad; (2) capacidad para ejercer influencia y persuasión en la discusión de asuntos de interés público; (3) participación activa en la discusión de controversias públicas específicas con el propósito de inclinar la balanza en la resolución de las cuestiones envueltas. Íd. pág. 263,

Poco tiempo después, al resolver Clavell v. El Vocero, 115 D.P.R. 685 (1984), recalcamos que es a nuestro ordenamiento jurídico al que debemos acudir para sopesar los intereses envueltos en casos de difamación. En este campo, la jurisprudencia norteamericana tiene solamente carácter ilustrativo o persuasivo, salvo las limitaciones impuestas por la Constitución federal y a la jurisprudencia interpretativa del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Siendo ello así, nuestra percepción de los valores envueltos en una acción de este tipo y el modo de conciliarlos pueden ser enteramente distintos, pues según señala el Tribunal:

Los casos de difamación plantean esencialmente la necesidad de determinar el peso respectivo del interés en una ciudadanía debidamente informada, en fomentar el debate vigoroso sobre cuestiones de interés público, de un lado, y el derecho a la intimidad, del otro. Íd, pág. 691.

 

Acorde a dicho marco conceptual, en este caso recurrimos, principalmente, a nuestra Constitución, al historial de la Convención constituyente y a la jurisprudencia puertorriqueña para resolver que la parte demandante era una figura pública y que no se probó que el sujeto demandado había actuado con  malicia real, por lo cual procedía dictar sentencia sumaria a su favor. Destacamos en la opinión que no se requiere legislación para que se puedan instar reclamos basados en los derechos fundamentales de nuestra Carta de Derechos.[12]

El próximo caso en el que abordamos el Derecho sobre difamación fue el de Sociedad de Gananciales v. López Cintrón, 116 D.P.R. 112 (1985). En éste decidimos que cuando un empleado público demande en daños y perjuicios por difamación se debe examinar el contexto del litigio para determinar si se le debe considerar como un funcionario público. Se trata, según la opinión, de aplicar criterios “funcionales”, más bien que abstractos. En otras palabras, se  debe determinar si las imputaciones por las cuales se reclama atañen a conducta del empleado relacionada con su puesto y si dicha conducta reviste interés público. Si se resuelve en la afirmativa, el funcionario demandante debe probar que la parte demandada actuó con malicia real. En esta decisión también extendimos la doctrina de libelo a casos de calumnia, es decir, a expresiones difamatorias verbales.[13]

Tras una década resolviendo acciones por difamación sobre personas públicas, en González Martínez v. López, 118 D.P.R. 190 (1987), permitimos una reclamación en daños por libelo bajo el artículo 1802, instada por la señora madre de un alcalde contra un candidato al puesto público de su hijo. Entendimos, que la señora madre del alcalde era una figura privada. Por ende, el derecho a la libertad de expresión del demandado exigía, para que la acción prosperara, que la demandante demostrara que las imputaciones eran falsas y que el alegado responsable fue negligente conforme al artículo 1802 del Código Civil.

En Villanueva v. Hernández Class, 128 D.P.R. 618 (1991), que trataba sobre una acción por libelo instada por una persona privada, incorporamos a nuestro ordenamiento la doctrina de informe justo y verdadero y la defensa del comentario imparcial, elaboradas ambas por la jurisprudencia estadounidense. Aunque reconocimos que correspondía al demandante demostrar que el sujeto  demandado actuó negligentemente, expresamos que en nuestra jurisdicción la protección contra publicaciones difamatorias surge de la Constitución y de la Ley de Libelo y Calumnia de 1902.

En años recientes, la única sección de la Ley de 1902 que se ha utilizado para resolver un caso es aquella que define el concepto de libelo, en particular, en cuanto establece una causa de acción por difamación instada por familiares y amigos de una persona ya fallecida.  32 L.P.R.A. sec. 3142. En Méndez Arocho v. El Vocero, 130 D.P.R. 867 (1992), reconocimos la validez de dicha acción y resolvimos que en este tipo de reclamos se exige probar que la parte demandada actuó con malicia y “la intención de denigrar o deprimir la memoria de un muerto y desacreditar o provocar a los parientes y amigos sobrevivientes”. 32 L.P.R.A. sec. 3142.[14] Según la opinión mayoritaria, en estos     casos no es suficiente la “mera negligencia” del demandado sino que se debe demostrar que este actuó “de manera intencional o con negligencia crasa y grave menosprecio de la verdad.” Íd., pág. 879. Dos años más tarde, en Sociedad de Gananciales v. El Vocero, 135 D.P.R. 122, 127-128 (1994), recurrimos a nuestra normativa de responsabilidad extracontractual al resolver que la doctrina que requiere que la publicación alegadamente difamatoria contenga una referencia específica al demandante (of and concerning the plaintiff) no impide que terceros recurran al artículo 1802 del Código Civil para reclamar por los daños sufridos por ellos, si en la publicación se identifica a la persona cuya difamación les ha causado daños.

En esa opinión afirmamos que el objeto del derecho tutelado en la acción por difamación es la reputación personal y el buen nombre del sujeto injuriado públicamente. A tales efectos, el propósito de una acción en daños por difamación es compensar al que sufre un daño en su reputación. Por consiguiente, la reclamación por difamación puede estar contenida o  inmersa dentro de una acción general de daños, pero no agota la totalidad de los remedios provistos por ésta. La acción bajo el artículo 1802 es más abarcadora que la acción por difamación porque permite que la persona perjudicada, además de ser compensada exclusivamente por la lesión causada a su reputación y a sus relaciones en la comunidad, sea resarcida por otros daños resultantes, como lo son las angustias mentales y morales. Según la opinión, hay que tener esto presente al considerar si deben utilizarse doctrinas elaboradas por el “common law” cuando se adjudican reclamaciones presentadas al amparo del artículo 1802 por daños y angustias mentales causadas por libelo.

En Garib Bazán v. Clavell, 135 D.P.R. 475 (1994), consideramos prudente que al interpretar las disposiciones de nuestra Constitución sobre la protección contra ataques abusivos a la honra, reputación y vida privada o familiar, al igual que el derecho a la libertad de expresión y prensa, incorporáramos a nuestro ordenamiento jurídico las doctrinas angloamericanas de hipérbole retórica y opinión.

Posteriormente, decidimos Ojeda v. El Vocero, 137 D.P.R. 315 (1994), en el cual, si bien reiteramos la existencia en nuestra jurisdicción de dos causas de acción en daños por difamación, es decir, la establecida en la Ley de 1902 y la derivada del artículo 1802 del Código civil, también expresamos que “dicha dicotomía parece ser ya innecesaria, habida cuenta de que ya jurisprudencialmente se han dejado sin efecto la mayoría de las disposiciones de la Ley de Libelo y Calumnia” y las demás son innecesarias. Íd. pág. 326.[15] Añadimos, que como la Ley de Libelo y Calumnia ha perdido gran parte de su importancia después de la aprobación de la Constitución del Estado Libre Asociado, los casos relacionados con este tema se deben resolver, como norma general, bajo la normativa de los daños y perjuicios extracontractuales. También nos reafirmamos en que es a nuestro derecho al que se debe acudir para sopesar los intereses involucrados en un caso por difamación, toda vez que Puerto Rico tiene facultad para establecer sus normas de responsabilidad en casos de difamación siempre que no se imponga una responsabilidad absoluta, ni se reduzca el contenido de la Primera Enmienda de la Constitución federal. Reiteramos, a su vez, que en estos casos la jurisprudencia norteamericana sólo tiene valor persuasivo.

En ese caso también concluimos que la doctrina cognoscitiva del daño aplica a las acciones en daños y perjuicios por difamación. Por lo tanto, el término prescriptivo de dicha acción se comienza a contar desde el momento en que el demandante se entera del daño y de quién se lo causó. Sin embargo, se presume que ello ocurrió el mismo día de la publicación objetada, por lo cual corresponde a la parte demandante probar que realmente ocurrió en una fecha posterior. Decidimos así porque “este Foro, como árbitro final de las controversias locales, debe adoptar las normas que sean más justas, razonables y equitativas conforme a nuestra idiosincrasia, y rechazar una regla de otra jurisdicción, por ilustrativa y persuasiva que sea, que conflija con nuestra tradición jurídica o choque con nuestro sentido de la justicia.” Íd. pág. 331-332.

Siguiendo tal línea analítica, en Galib Frangie v. El Vocero, 138 D.P.R. 560 (1995), reiteramos la aplicabilidad, en nuestro Derecho sobre difamación, de la doctrina de publicación única y la teoría cognoscitiva del daño. Además, resolvimos que la publicación de una serie de artículos libelosos constituye un daño continuado, por lo cual el término prescriptivo comienza a transcurrir desde el momento en que la parte demandante conoce de la primera manifestación difamatoria. Por último, resolvimos que una carta reclamando indemnización por una alegada difamación, siempre que cumpla los requisitos jurisprudenciales, interrumpe la prescripción, institución de derecho sustantivo que se rige por las disposiciones del Código civil. 

Unos años después, en Pérez v. El Vocero, 149 D.P.R. 427 (1999), reafirmamos que la fuente primaria de la protección contra injurias es la Constitución y que la Ley de 1902 sobrevive tan sólo en cuanto es compatible con aquella. Aludimos a nuestro código de derecho privado para explicar que cuando la parte demandante es una figura privada, el grado de culpa requerido para que la persona demandada sea responsable por difamación es la negligencia. En este caso se publicó un reportaje que imputaba delito y, como ilustración del mismo, se incluyó una fotografía del rostro del demandante, quién era una persona privada que no era el sospechoso del crimen. Entendimos que a pesar de que la noticia y la foto, examinadas de forma independiente, no resultan difamatorias, vistas en conjunto, como fueron publicadas, le imputaban la comisión del delito al demandante.

En fin, el desarrollo de la doctrina vigente en torno al Derecho sobre difamación demuestra que prácticamente todo el texto de la Ley de 1902 se ha eliminado del derecho puertorriqueño, salvo la sección 3142 del referido estatuto que establece una causa de acción por difamación instada por familiares y amigos de una persona ya fallecida. Véase: Méndez Arrocho v. El Vocero, supra.[16] Reiteramos pues que para resolver estos casos corresponde recurrir al derecho privado recogido en nuestro Código civil y a nuestra tradición civilista. Véase: Sociedad de Gananciales v. Jerónimo Corp., 103 D.P.R. 127 (1974); Valle v. American Inter. Ins. Co., 108 D.P.R. 692 (1979); Estremera v. Inmobiliaria Rac., 109 D.P.R. 852 (1980); Jiménez v. Pelegrina Espinet, 112 D.P.R. 700 (1982).

B

 Veamos ahora cómo se organizan las fuentes del derecho sobre difamación en otros ordenamientos civilistas. En primer término, debemos reconocer que en la mayoría de los países que pertenecen a dicha tradición jurídica, la difamación está regulada penal y civilmente. De hecho, el artículo 118 del Código Penal de Puerto Rico de 1974 derogado establecía el delito de difamación, clasificado como delito contra el honor. 33 LPRA sec. 4101.  Sin embargo, en el año 2003 el Tribunal de Apelaciones Federal para el Primer Circuito declaró inconstitucional el delito de difamación, en el contexto de figuras públicas. Mangual v. Rotger Sabat, 317 F 3d 45 (1st Cir. 2003). Poco tiempo después este delito fue eliminado de nuestro ordenamiento, al no ser incluido en el Código Penal de Puerto Rico de 2004.

En España, el derecho al honor es uno de carácter fundamental, reconocido en el artículo 18 del capítulo II del Título I de la Constitución española de 1978. A la vez, este derecho encuentra protección tanto en la esfera penal como en la civil. El Título XI del Código Penal de 1995 recoge los delitos de injuria y calumnia en los artículos 205 al 216.[17] Por otro lado, el Código civil español no mencionaba, antes de su revisión, los derechos de la personalidad.[18] Fue la jurisprudencia la que los reconoció por primera vez y lo hizo respecto al daño moral causado al honor, en la Sentencia del Tribunal Supremo del 6 de diciembre de 1912. Esto al amparo del artículo 1902 del Código civil, que recoge el principio general de responsabilidad extracontractual.[19] Sin embargo, mediante la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, se desarrollan dichos derechos particularmente.

A pesar de que la acción civil por difamación ya existía en España desde los inicios del siglo XX bajo las disposiciones generales del Código civil, antes de la década del 1980 no era muy común. Es por ello que algunos tratadistas entienden que el derecho civil español no comenzó a desarrollar doctrinas sobre difamación plenamente hasta la Constitución de 1978 y la Ley Orgánica 1/1982, del 5 mayo de 1982, ya que éstas ofrecieron a los perjudicados mayor celeridad y facilidad para obtener judicialmente una indemnización por una lesión al derecho al honor. Véase: P. Penedés, El derecho al honor y la libertad de expresión, Valencia, Tirant lo blanch, 1996; O’Callaghan Muñoz, Libertad de expresión y sus limites, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1991. Sin embargo, otros eruditos explican que la explosión post constitucional de los procesos por difamación se ha debido también al robustecimiento definitivo de la libertad de expresión y prensa y su uso efectivo por los medios, así como la aparición del debate público propio de una sociedad democrática. S. Muñoz Machado, op cit, pág. 52.[20]

En Francia, las reclamaciones por difamación o injuria son generalmente gobernadas por leyes penales. John Hayes, The Right to Reply: A Conflict of Fundamental Rights, 37 Colum. J.L. & Soc. Probs. 551 (2004).[21] Sin embargo, cuando las manifestaciones alegadamente difamatorias no cumplen con los criterios para ser un acto ilícito penal, pero aun así la persona perjudicada ha sufrido un daño a causa de las actuaciones del otro sujeto, se puede presentar una demanda fundamentada en el Código civil. Íd. Es así, porque la Corte de Casación francesa ha decidido que se puede reclamar por atentados contra el derecho a reputación bajo el artículo 1382 del Código civil francés, que es el que regula las obligaciones que surgen de los delitos o cuasidelitos. Bell, John, Sophie Boyron and Simon Whittaker, Principles of French Law, New York, University Press, 1998, pág. 368.[22]

En los Países Bajos, la causa de acción civil por infringir el honor o la reputación surge de los principios generales de responsabilidad extracontractual contenidos en el Código civil holandés. M. McMahon, Defamation Claims in Europe: A Survey of the Legal Armory, 19 Comm. Law 24, 27 (Winter 2002). En Alemania, a su vez, el Tribunal Constitucional ha resuelto que se puede reclamar indemnización por los daños causados a los derechos de la personalidad, entre los cuales se define el derecho al honor, fundamentándose en el Código civil de dicho Estado. Íd. También en Italia se pueden conceder daños cuando la parte demandante evidencia que su reputación u honor ha sido lesionado como resultado de una manifestación difamatoria, basándose en el principio general de responsabilidad extracontractual comprendido en el Código civil. Íd.

Por su parte, el Código civil argentino de 1869, según enmendado, se ocupa de los actos ilícitos dolosos contra las personas, entre los cuales se encuentran las calumnias o injurias de cualquier especie (artículo 1089) y la acusación calumniosa (artículo 1090).[23] Dichas reclamaciones civiles proceden como resultado de la norma general de responsabilidad extracontractual, según la cual los actos u omisiones que causan daños hacen nacer la obligación de reparar el perjuicio que confronte otra persona. Véase: J. Mosset Iturraspe, Responsabilidad por daños, Buenos Aires, Culzoni Editores, T. I, 1998.

En Canadá, como sabemos, la mayoría de las provincias pertenecen a la tradición de derecho inglesa, eso es, al common law o derecho común inglés, al igual que la generalidad de los estados de Estados Unidos de América. Sin embargo, el sistema legal de la provincia de Quebec está basado en la ley francesa, por lo cual pertenece a la tradición civilista. En esta demarcación las acciones por difamación se fundamentan en el artículo 1457 del Código civil, que es análogo a nuestro artículo 1802. Gilles E. Néron Communication Marketing Inc. v. Chambre des notaries du Québec, 3 S.C.R. 95 (2004).[24]

Es de observar que en la mayoría de los países de tradición civilista las reclamaciones privadas por difamación se fundamentan en el Código civil, ya sea mediante los principios de responsabilidad extracontractual general o a través de artículos específicos a dichos fines. En Puerto Rico, el Código civil no contiene un artículo que regule especialmente las acciones por difamación. No obstante, el principio general de responsabilidad extracontractual, recogido en el artículo 1802 de nuestro Código civil, se ajusta cabalmente a los mencionados requisitos, exigidos para que proceda una acción por difamación. 32 L.P.R.A. sec. 5141.[25]

C

Sin embargo, como hemos expresado, nuestro Derecho de Difamación está limitado por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Por consiguiente, debemos revisar los requisitos que, según ha interpretado el Tribunal Supremo Federal, restringen la potestad de los Estados para regular la protección del derecho al honor.

En el caso ante nuestra consideración, Televicentro levantó como defensa uno de esos requisitos al aducir que las manifestaciones alegadamente difamatorias que se le imputaban no se referían específicamente al demandante. Esto, aludiendo al pre requisito de identificación razonable- of and concerning the plaintiff- reconocido en el derecho común angloamericano. Dicha exigencia consiste en que para que se resuelva a su favor una demanda por difamación, la parte demandante debe probar que las manifestaciones alegadamente libelosas o calumniosas se referían específicamente a su persona. B.W. Sanford, Libel and Privacy, 2d ed., USA, Aspen Publishers, 2008 Supp, sec. 4.1.1; R.D. Sack y S.S. Baron, Libel, Slander and Related Problems, 2da ed., Nueva York, Practising Law Institute, 1994, sec. 2.8.[26]

El Tribunal Supremo federal ha interpretado que el requisito de identificación específica es de dimensión constitucional, que surge del derecho a la libertad de expresión reconocido en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. New York Times Co. v. Sullivan, supra. Sin embargo, dicho entendido se ha dado siempre en el contexto de críticas o manifestaciones alegadamente difamatorias contra el gobierno o sus funcionarios u oficiales. Íd. Véase además, Rosenblatt v. Baer, supra; Blatty v. N.Y. Times Co., 728 P 2d 177 (Cal. 1986). En tal sentido, la doctrina de identificación específica goza de rango constitucional en cuanto está dirigida a impedir que un ataque a la gestión gubernamental o sobre un asunto de interés público pueda dar base a una acción de libelo por los funcionarios públicamente responsables de dicha gestión, lo cual pudiera desalentar o penalizar la discusión y fiscalización pública sobre estos asuntos. No obstante, cabe señalar que el más alto foro federal no ha extendido el requisito de identificación específica como cuestión de rango constitucional a situaciones en las cuales las críticas se refieran a personas privadas, aunque sigue siendo una exigencia de la doctrina de difamación en el derecho común angloamericano.

Según el escritor Smolla, el requisito de identificación específica es piedra angular de la más profunda y fundamental política social incorporada al Derecho sobre difamación. R. Smolla, Law of Difamation, 2da ed., Minnesota, Thomson West, Suppl. 2008, sec. 4:40:50. Es una exigencia que media entre el derecho al honor y la libertad de expresión. Íd.  Por ello favorece que se extienda el requisito constitucional a la protección de manifestaciones sobre individuos y corporaciones privadas, bajo el mismo fundamento que animó las opiniones en New York Times y en Rosenblatt.  R. Smolla, op. cit., sec. 4:40:50. Así, Smolla expone que en una sociedad democrática y libre es vital proteger la libertad de expresión de todos los ciudadanos. Estima el autor que en la época moderna la necesidad de proteger enérgicamente la libertad de expresión se extiende a declaraciones hechas sobre el sector privado debido a la gran importancia y poder que éste grupo ha desarrollado. Véase el voto particular del Juez Presidente Earl Warren en Curtis Publishing Company v. Butts, 388 U.S. 130 (1975).[27] El exigir que la parte demandante en el juicio sea la persona que realmente es objeto de la alegada expresión difamatoria, refleja la fuerte política del derecho estadounidense de requerir que la acción por difamación sea personal. R. Smolla, op. cit., sec. 4:40:50.[28]

En Puerto Rico, este Tribunal adoptó por primera vez la doctrina de identificación específica en Rosado v. Fluor, 81 D.P.R. 608 (1959), en el contexto de una difamación de grupo. Como podemos recordar, en el año 1959, cuando se resolvió dicho caso, aún no habíamos reconocido la acción por difamación fundamentada en el artículo 1802 ni el Tribunal Supremo de Estados Unidos había resuelto New York Times v. Sullivan, supra. Por consiguiente, la Ley de Libelo y Calumnia de 1902 estaba en plena vigencia.

Más de treinta años después, en Sociedad de Gananciales v. El Vocero, supra, aplicamos la doctrina de identificación específica nuevamente, pero esta vez fue en una acción en daños por libelo bajo el artículo 1802. En ese caso un funcionario de gobierno reclamó por los daños que le causó un artículo sobre su gestión oficial publicado por el periódico. Reconocimos que por imperativo constitucional no procedía una reclamación en daños contra un medio de la prensa por publicar información que constituya un ataque impersonal contra la gestión de gobierno o cualquier otra de trascendencia pública, en ausencia de una referencia a alguna persona específica e individualizada. Sin embargo, resolvimos que en términos constitucionales las manifestaciones alegadamente difamatorias satisfacían el requisito de referencia específica porque fueron lo suficientemente personales al imputarle al funcionario el haber actuado de forma indebida. Afirmamos, a su vez, que el requisito de referencia específica o declaración sobre la parte demandante y relativa al mismo limita el derecho a demandar por falsedad injuriosa, ya que concede derecho a aquellos que son objeto de críticas y se lo niega a aquéllos que meramente se quejan por manifestaciones no específicas que entienden que los perjudican.

D

Examinemos ahora las normas pertinentes a la consideración de mociones de sentencia sumaria en casos como el presente. Sabemos que la sentencia sumaria es el mecanismo procesal mediante el cual se le confiere discreción al juzgador para dictar sentencia sobre la totalidad de una reclamación o sobre cualquier controversia comprendida en ésta, sin la necesidad de celebrar una vista evidenciaria. Regla 36 de Procedimiento Civil, 32 L.P.R.A. Ap. III. Este mecanismo es parte integral de la protección constitucional disponible al demandado en casos de difamación. Cabrero Muñiz v. Zayas Seijo, supra (opinión de conformidad de la Juez Asociada señora Rodríguez Rodríguez); Pérez. v. El Vocero, supra; García Cruz v. El Mundo, 108 D.P.R. 174, 182 (1978). Incluso, hemos afirmado que la libertad de prensa y expresión ha ocasionado que sean un tanto distintas las normas que debemos aplicar al momento de considerar una moción de sentencia sumaria en un caso de libelo. Villanueva v. Hernández Class, supra, pág. 643.

En estos casos el propósito del aludido mecanismo procesal es evitar que la prolongación de los litigios tenga un impacto disuasivo sobre la libertad de expresión. Villanueva v. Hernández Class, supra, pág. 643; Oliveras v. Paniagua Diez, supra, pág. 269; García Cruz v. El Mundo, supra, pág. 182. En atención a ello, hemos establecido que las normas aplicables a la figura procesal de la sentencia sumaria serán interpretadas de forma más rigurosa a favor del medio de prensa que promueve la solicitud. Pérez v. El Vocero, supra, pág. 445 (1999). Véase además Villanueva v. Hernández Class, supra. Ahora bien, ello no significa que la parte que solicita que se dicte sentencia sumariamente no tenga la carga de demostrar que procede conceder el remedio solicitado. Íd.

En los casos por difamación hemos reconocido dos formas distintas para establecer que procede en derecho dictar sentencia sumariamente. En primer lugar, se puede demostrar que no existe controversia real sustancial en cuanto a ningún hecho material y que, como cuestión de derecho, los sucesos alegados no son suficientes para establecer causa de acción alguna, ya sea porque se incumplen los requisitos necesarios o se configura una defensa afirmativa. Cabrero Muñiz v. Zayas Seijo, supra; Pérez v. El Vocero, supra, pág. 446. La evidencia a utilizarse consiste en las declaraciones juradas y prueba documental admisible que el promovente someta con su moción o que obre en autos. 32 L.P.R.A. Ap. III R. 36.1; Asoc. Pesc. Pta. Figueras v. Pto. del Rey, 155 D.P.R. 906 (2001); Medina v. M.S. & D. Química P.R., Inc., 135 D.P.R. 716 (1994). Una vez el promovente justifique la desestimación sumaria, el demandante debe controvertir los hechos pertinentes con declaraciones juradas o prueba documental admisible. Vera Morales v. Bravo Colón, 161 D.P.R. 308 (2004); Jusino Figueroa v. Walgreens de San Patricio, 155 D.P.R. 560 (2001). Como la sentencia sumaria es parte de la protección constitucional de los medios de comunicación en los casos de libelo, el tribunal, en vez de examinar la evidencia que se le presente de la forma más favorable a la parte demandante promovida, exigirá a ésta mayor rigor en su oposición para que pueda derrotar la moción de sentencia sumaria de la prensa. Pérez v. El Vocero, supra, pág. 446.

La segunda manera en que el promovente puede cumplir con su carga inicial es alegando y demostrando que el demandante no tiene evidencia suficiente para establecer los requisitos de su reclamación, es decir, que carece de prueba para demostrar algún elemento esencial de la causa de acción. Pérez v. El Vocero, supra, pág. 446-47; Medina v. M.S. & D. Química P.R., Inc., supra, pág. 727.[29] Además, tiene que persuadir al tribunal de que no es necesario celebrar una vista evidenciaria y que, como cuestión de derecho, procede que se desestime la reclamación. Íd. Luego de que el promovente satisfaga este requisito, el promovido está obligado a producir prueba específica que, de ser admitida y creída, demuestre todos los elementos de la causa de acción. Id; Clavell v. El Vocero, 115 D.P.R. 685, 696 (1984). Para que la sentencia no sea dictada en su contra, el promovido también podría demostrar la ausencia de un descubrimiento de prueba adecuado. Como vemos, en ésta modalidad de sentencia sumaria las alegaciones de la demanda no benefician al demandante.

Por otro lado, debemos señalar que la prueba de la malicia real o de la negligencia debe ser clara, robusta y convincente. Clavell v. El Vocero, supra; Sociedad de Gananciales v. López, 116 D.P.R. 112, 115 (1985).[30] Además, hemos resuelto que la suficiencia de la prueba para establecer los aludidos estados es una cuestión estrictamente de derecho. Villanueva v. Hernández Class, supra, págs. 644-45.

III

Luego de estudiar y analizar los orígenes y el desarrollo histórico de la tutela judicial al derecho al honor o a la reputación en Puerto Rico, y nuestra cultura jurídica de tradición civilista, resolvemos que el artículo 1802, según modificado por la doctrina constitucional, es la fuente de protección civil contra ataques difamatorios en nuestra jurisdicción. El Derecho sobre difamación tiene el propósito de proveer un remedio a los daños causados por ataques a la reputación de una persona. En consecuencia, esta rama del derecho es parte integral de nuestro ordenamiento sobre la responsabilidad civil extracontractual, cuyos principios están recogidos en nuestro Código civil. En vista de ello, aquella persona que reclame haber sido lesionado en su honor debe establecer que el demandado publicó una expresión falsa y difamatoria sobre la parte demandante, por lo cual sufrió daños, y que la conducta del demandado violó el estándar legal de conducta aplicable a las circunstancias particulares del caso, ya sea éste malicia real o negligencia.

Ahora bien, si el propósito de una acción por difamación es reivindicar el derecho al honor o reputación de la persona injuriada, las manifestaciones alegadamente difamatorias deben entenderse que son dirigidas a la persona del demandante, para que exista una relación de causalidad adecuada entre los daños sufridos y los actos negligentes o culposos del demandado. Es decir, el requisito angloamericano de identificación específica está inmerso en el criterio de causalidad adecuada del Código civil.  Hemos afirmado que es causa legal aquella que ordinariamente produce el tipo de daño que se causó, según la experiencia general. No es ordinario ni razonable que se produzcan daños en la reputación de una persona si las manifestaciones alegadamente difamatorias, ni probable ni razonablemente, se referían a él.

Por otro lado, si un tercero reclama, fundamentándose en el artículo 1802 del Código civil, para solicitar indemnización por los daños sufridos al haberse difamado a otra persona y ésta, a su vez, presenta su propia reclamación, la del tercero se considerará una vez se determine que procede la acción principal. Si la persona alegadamente difamada decide no demandar, la reclamación del tercero deberá cumplir los requisitos correspondientes a la acción de difamación, así como  los de su propia acción en daños.

 En el caso ante nuestra consideración no existe duda de que en la primera fase del reportaje el demandante no quedaba asociado a la noticia. La controversia surgió respecto a la segunda fase del reportaje, en la cual se informaba sobre una nueva modalidad de fraude bancario y se afirmaba que en la Isla habían ocurrido una serie de crímenes de dicho tipo, mas no se mencionaba el nombre de los sospechosos de tales delitos. Durante la transmisión, por unos segundos, se mostró una fotografía obtenida del expediente policiaco, la cual, a su vez, se había extraído del video de la cámara de seguridad de un banco. En esta fotografía aparecía el rostro del demandante, en la esquina inferior de la imagen. Éste se encontraba frente al mostrador o ventanilla del banco, mientras que el sospechoso se ubicaba en el centro de la fotografía haciendo la fila en espera de ser atendido. Nadie más se observaba en la imagen.

Al examinar detenidamente los videos de las noticias nos percatamos que en ningún momento se mencionó el nombre del demandante, ni se identificó su foto con las personas sospechosas de haber cometido el fraude bancario. Además, su aparición en la pantalla fue momentánea y como una figura secundaria, por lo que no se podía asociar razonablemente su efigie con los sospechosos o con el crimen. No era probable que se identificara específicamente al demandante con el asunto del reportaje.

En el caso de epígrafe el demandante reclama por difamación, eso es, por el daño alegadamente causado a su reputación. Su esposa solicita indemnización por los daños y angustias mentales sufridos a causa de la difamación de su compañero.  Por lo tanto, las actuaciones de Televicentro tendrían que ser las causantes de la lesión al honor del reclamante. Sin embargo, la prueba no lleva a esa conclusión, independientemente de si las actuaciones de Televicentro fueron negligentes. Al no haberle imputado un delito al reclamante o provocado el menosprecio del pueblo hacia su persona, no hay causalidad adecuada entre las actuaciones de Televicentro y los daños alegadamente sufridos por el señor Colón Pérez y por la señora Ramírez Álvarez. En otras palabras, no era previsible para Televicentro que podían ocurrir los tipos de daños por los cuales los demandantes reclaman, es decir, por la lesión en la reputación del demandante y por las angustias mentales sufridas por esa razón. Puesto que no existe controversia real sustancial en cuanto a un hecho material de la controversia y hechos alegados, como cuestión de derecho, no son capaces de establecer la causa de acción de difamación, procede dictar sentencia sumaria a favor de Televicentro.  

Por los fundamentos expuestos, se revoca la decisión recurrida y se desestima la demanda.

Se dictará sentencia de conformidad.

 

Liana Fiol Matta

                              Juez Asociada

 

 

 

 

SENTENCIA

 

 

En San Juan, Puerto Rico, a 6 de marzo de 2009.

 

Por los fundamentos expuestos en la Opinión que antecede, la cual se hace formar parte de la presente Sentencia, se revoca la decisión recurrida y se desestima la demanda.

 

Así lo pronunció, manda el Tribunal y certifica la Secretaria del Tribunal Supremo.

 

                                               Aida Ileana Oquendo Graulau

Secretaria del Tribunal Supremo

 

 


Notas al calce

 

[1] A pesar de que el Tribunal de Primera Instancia concluyó expresamente que no existía razón para posponer dictar sentencia sobre la reclamación y ordenó que se registrara la sentencia parcial sumaria, dicha determinación constituyó una resolución interlocutoria. Es decir, el dictamen del tribunal de instancia no es una sentencia porque no resuelve finalmente la cuestión litigiosa en forma tal que no quede pendiente nada más que la ejecución de la sentencia. Véase: Echandi v. Stewart Title, res. el 22 de julio de 2008, 2008 T.S.P.R.126; García v. Padró, res. el 14 de julio de 2005, 2005 T.S.P.R. 105.  

 

[2] Entre las referencias al honor contenidas en el texto de las Partidas encontramos la siguiente:

 

[Q]ue cualquier que reciba tuerto, ó deshonrra, que pueda demandar emmienda della en una destas dos maneras, qual más quisiere. La primera, que paga el que lo deshonrre, emmienda de pechos de dineros. La otra es en manera de acusación, pidiendo que el que le fizo el tuerto, que sea escarmentado por ello… Ley 21, Tít. 9º de la Partida 7ª.

 

[3] El Código Civil español de 6 de octubre de 1888, promulgado en nueva edición corregida el 24 de julio de 1889, fue aplicado a Puerto Rico el 31 de julio de 1989, mediante Real Decreto. J. Trías Monge, El Choque de dos culturas jurídicas en Puerto Rico: el caso de la responsabilidad civil extracontractual, New Hampshire, Equity Publishing Co., 1991, pág. 89. No obstante, como hemos dicho nada proveía sobre los derechos de la personalidad. No fue hasta el 6 de diciembre de 1912 en la famosa sentencia del fraile de Totana que en España, por vía jurisprudencial, se reconoció una acción por menoscabo del derecho al honor fundamentada en el artículo 1902 del Código Civil español, análogo al artículo 1802 de nuestro Código Civil.

 

[4] Al respecto, el gobernador de Puerto Rico entre 1902 y 1904, William H. Hunt, afirmó:

 

[N]o hay método más rápido y práctico de norteamericanizar nuestras nuevas posesiones que aprobando y poniendo en vigor las leyes americanas y la introducción práctica de la jurisprudencia estadounidense. Citado en J. Trías Monge, op cit., pág. 98. Fourth Annual Report of Governor of Porto Rico, Government Printing Office, Washington, 1902, pág. 24.

 

[5] El Profesor Bernabe Riefkohl nos explica cómo la adopción de la Ley de 1902 provocó dos anomalías en el derecho de responsabilidad civil extracontractual puertorriqueño:

 

En términos doctrinales, la nueva ley resultó en una dicotomía sobre el trasfondo teórico aplicable a nuestro derecho. Aunque la teoría general sobre el derecho de daños y perjuicios en Puerto Rico tenía su origen en el derecho civilista del Código Civil, la ley de libelo se basaba en la tradición norteamericana. Además, en términos prácticos esta dicotomía creó la posibilidad de que existieran dos causas de acción alternas por concepto de los mismos daños. Op. cit., pág. 62-63.

[6] En lo pertinente, la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense dispone: “Congress shall make no law… abridging the freedom of speech or of the press.” Const. E.U. Enmda. 1.

 

Antes de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos resolviera New York Times Co. v. Sullivan, supra, la parte demandante en una acción en daños por libelo tenía que probar, como norma general, que la expresión publicada se refería a su persona y que lesionaba su reputación o le exponía al odio o desprecio del pueblo, mas no tenía que demostrar que la persona demandada había actuado con culpa o negligencia. Acorde a ello, nuestra Ley de 1902 establece en la sección 5 una presunción de que hubo malicia en cualquier publicación difamatoria. 32 L.P.R.A. sec. 3145. Tal afirmación es incompatible con la doctrina constitucional desarrollada en torno a la libertad de expresión.

 

[7] En los años posteriores a su opinión en New York Times v. Sullivan, supra, el Tribunal Supremo federal extendió la doctrina allí adoptada a casos en los cuales la comunidad tiene un interés justificado e importante en la materia objeto de publicación y las personas demandantes son empleados públicos, que tengan o aparenten tener responsabilidad substancial o control sobre los asuntos gubernamentales, Rosenblatt v. Baer, 383 U.S. 75 (1966), y a casos en los cuales la parte reclamante fuera considerada una “figura pública.” Curtis Publishing v. Butts, 388 U.S. 130 (1967); Associated Press v. Walker, 391 U.S. 966 (1968). Además, en una controversia similar a la planteada posteriormente en Gertz el tribunal no pudo emitir una opinión mayoritaria al no lograr un acuerdo sobre los fundamentos por los cuales debía resolver. Rosenbloom v. Metromedia, Inc., 403 U.S. 29 (1971). Véase además: Chico v. Editorial Ponce, Inc., 101 D.P.R. 759 (1973); García Cruz v. El Mundo, 108 D.P.R. 174 (1978).

 

[8] Entre los fundamentos ofrecidos por el tribunal para sostener dicha distinción está el que una figura u oficial público usualmente goza de mayor oportunidad para acceder a los medios de prensa y contradecir la mentira o corregir el error, mientras que la reputación de los individuos privados es más susceptible de ser lesionada, por cuya razón el gobierno debe tener un rol más activo en protegerlos. Gertz v. Robert Welch, supra, pág. 344. Además, se entendió que el oficial público, al igual que la figura pública, se lanza voluntariamente al ruedo público, por lo cual se expone a un juicio notorio más riguroso. Íd. Véase además: Torres Silva v. El Mundo, infra.

 

            Por otro lado, el Tribunal Supremo de Estados Unidos aclaró en Beckley Newspapers v. Hanks, 389 U.S. 81 (1967), que el concepto de malicia utilizado en New York Times, que se refiere a conocimiento de la falsedad o total menosprecio de la verdad, no tiene el mismo significado que la noción de malicia de la doctrina de derecho común norteamericano recogida en nuestra Ley de 1902, la cual se refiere a intención.

 

 

[9] El Vocero v. Puerto Rico, 508 U.S. 147, 148 n.1 (1993).

 

[10] Antes de aprobarse la Constitución del Estado Libre Asociado la libertad de palabra, en Puerto Rico, quedaba garantizada por la Sección 3 de la Ley Definiendo Derechos del Pueblo aprobada el 27 de febrero de 1902 y por los principios constitucionales desarrollados de la Primera Enmienda que aplicaba tanto a ciudadanos como a extranjeros. Bridges v. Wixon, 326 U.S. 135 (1945).  Además, la Ley de Relaciones Federales de Puerto Rico establece que el derecho a la libre expresión se respetará en este país al mismo grado que si Puerto Rico fuese un estado federado de la unión norteamericana. 64 Stat. 319 (1950); Sec. 7, 61 Stat. 772 (1947).

 

[11]  La mayoría de los estados de la unión norteamericana han requerido la opción menos exigente bajo Gertz, es decir, al igual que Puerto Rico han adoptado un estándar de negligencia cuando las personas demandantes son figuras privadas, mientras que otros estados han exigido estándares mayores de culpa. Para una explicación más detallada sobre este tópico véase: 1 R. Smolla, Law of Defamation Secs. 3:30-3:32 (West Group 1999).

 

Las opiniones publicadas en Torres Silva v. El Mundo y en Zequeira Blanco v. El Mundo no fueron certificadas como opiniones del Tribunal. Las mismas, emitidas el mismo día, fueron suscritas por el Juez Torres Rigual, a quien se le unieron los Jueces Dávila, Martín y Negrón García.

 

 

[12] En este caso, al igual que en Oliveras v. Paniagua Diez, supra, expresamos que la vigencia de la Ley de 1902 está condicionada a que sea compatible con la Constitución. En consideración a esto, en 1986 Brau del Toro opinó que la aplicación de dicho estatuto se limitaría, en todo caso, a situaciones en las que la persona demandada es ajena a los medios de comunicación y el sujeto demandante es una persona privada. H.M. Brau del Toro, op. cit., pág. 985.

 

[13] La acción de daños y perjuicios por difamación o la acción para exigir responsabilidad civil por injuria y calumnia es una acción torticera genérica que incluye libelo y calumnia. Ojeda v. El Vocero, infra. Con fines teóricos, para que exista libelo se requiere un expediente permanente de la expresión difamatoria además de los otros elementos de la acción. La calumnia se configura cuando se hace una expresión oral difamatoria junto con los otros elementos de la acción. Sin embargo, la malicia era un elemento esencial de la acción de daños y perjuicios por libelo, no así de la de daños por calumnias, en la cual bastaba que la publicación fuera falsa o ilegal. Mulero v. Martínez, 58 D.P.R. 321 (1941). Ahora bien, luego de haberse determinado que la Constitución exige que se pruebe algún grado de culpa para que proceda una acción en daños por cualquier tipo de difamación, no tiene ningún efecto práctico realizar este tipo de distinción. H.M. Brau del Toro, infra, pág. 1013. Esta distinción es artificial y obsoleta ya que las causas de acción por libelo y por calumnia se analizan de igual forma. Véase: Cortés Portalatín v. Hau Colón, supra.

[14] Estudiosos del tema han explicado que la causa de acción que se describe en la sección 2 de la Ley de 1902 no es por difamación, ya que no busca proteger la reputación de los sujetos demandantes ni de la persona fallecida. Bernabé Riefkohl, op cit., pág. 76-77.

 

[15] A raíz de la jurisprudencia constitucional quedan inoperantes varias disposiciones estatutarias, entre ellas: la presunción de malicia, la responsabilidad sin falta y la presunción de daños. Ojeda v. El Vocero, supra.

           

[16] Así lo han venido advirtiendo los tratadistas, desde 1986, cuando el Profesor Brau del Toro opinó que la acción en daños por publicación de imputaciones libelosas de la Ley de 1902 había quedado inoperante, en tanto las únicas disposiciones que se podrían considerar vigentes, a la luz de la doctrina constitucional, eran aquellas que contenían definiciones y conceptos, pero que no comprendían derecho sustantivo alguno. H.M. Brau del Toro, op. cit., pág. 1003. A su vez, el Profesor Serrano Geyls afirmó, en 1988, que la Ley de 1902 parecía haber perdido casi toda su importancia y que los casos en la época contemporánea se resuelven, principalmente, bajo las doctrinas constitucionales aplicables y el artículo 1802 del Código civil. R. Serrano Geyls, Derecho constitucional de Estados Unidos y Puerto Rico, Puerto Rico, Instituto de Educación Práctica del Colegio de Abogados de Puerto Rico, Vol. II, 1998, pág. 1348. Más recientemente, al analizar la jurisprudencia de este Tribunal sobre el derecho de responsabilidad extracontractual, el Profesor Álvarez afirmó la primacía de la Constitución y el artículo 1802 del Código civil en las acciones de libelo. J.J. Álvarez, supra.

 

[17] En otros títulos del Código Penal de 1995 encontramos distintos delitos contra el honor que son especializados, como por ejemplo las injurias y calumnias contra la corona, que se encuentra en el artículo 490.3.

 

[18] El artículo 162 del Código Civil español, redactado por la Ley de 13 de mayo de 1981, hace mención a los derechos de la personalidad. Ello es así cuando dispone que los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores de edad no emancipados, excepto para aquellos actos relacionados a los derechos de la personalidad que el hijo, de acuerdo con las leyes y a sus condiciones de madurez pueda realizar por si mismo.

 

[19] El artículo 1902 del Código Civil español establece que “el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”.

[20] Al respecto, es menester resaltar que la libertad de expresión y prensa fue proclamada como derecho fundamental por el artículo 20 de la Constitución de 1978, luego de poco más de 35 años de dictadura militar.

 

Además, el hecho de que en España se reconoce una causa de acción por rectificación contribuye a que no se practique tanto el derecho de daños por difamación. Véase: F. Balaguer Callejón y otros, Manual de derecho constitucional, Madrid, Tecnos, Vol II, 2005, 171-3. Por último, en la época preconstitucional predominaban absolutamente las vías penales de reparación de agravios. S. Muñoz Machado, op cit., pág. 50.

 

[21] Véase: Ley de libertad de prensa, Ley del 29 de julio de 1881.

 

[22] El artículo 1382 del Código Civil francés dispone que “cualquier hecho de la persona que cause a otra un daño obligará a aquella por cuya culpa se causó a repararlo”.

[23] Los artículos mencionados disponen lo siguiente:

Artículo 1089.  Si el delito fuere de calumnia o de injuria de cualquier especie, el ofendido sólo tendrá derecho a exigir una indemnización pecuniaria, si probase que por la calumnia o injuria le resultó algún daño efectivo o cesación de ganancia apreciable en dinero, siempre que el delincuente no probare la verdad de la imputación.

Artículo 1090. Si el delito fuere de acusación calumniosa, el delincuente, además de la indemnización del artículo anterior, pagará al ofendido todo lo que hubiese gastado en su defensa, y todas las ganancias que dejó de tener por motivo de la acusación calumniosa, sin perjuicio de las multas o penas que el derecho criminal estableciere, tanto sobre el delito de este artículo como sobre los demás de este capítulo.

[24] El artículo 1457 del Código Civil de Quebec dispone que:

 

toda persona tiene el deber de acatar las normas de conducta que pesan sobre él, de acuerdo a las circunstancias, uso ordinario de la ley, de manera que no le cause daños a otros. Cuando él está dotado de razón y falla en su deber, es responsable por cualquier daño o perjuicio que cause a otra persona por su culpa y es responsable de la reparación del perjuicio, independientemente de la naturaleza física, moral o material. (traducción nuestra).

 

[25] En lo pertinente el referido artículo lee como sigue: “el que por acción u omisión cause daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado…” 32 L.P.R.A. sec. 5141.

[26] El quantum de prueba que se ha requerido para demostrar que la expresión difamatoria se refiere a la persona del demandante es, en la mayoría de estados, la preponderancia de la prueba, mientras que en los otros se exige que la evidencia sea clara y convincente. D.A. Elder, Defamation: A Lawyers Guide, 1:30. Ahora bien, la prueba presentada para cumplir con el requisito de identificación razonable no debe ser confundida con la evidencia que se requiere para probar que una expresión es difamatoria, eso es que sea falsa y que impute delito o provoque menosprecio. R.D. Sack, op. cit., sec. 2.7.3.4.

[27] Varios tribunales estatales y federales de los Estados Unidos de América han reconocido, en casos en que la parte difamada no es un funcionario público, que el requisito de identificación específica es uno constitucional, exigido por la Primera Enmienda de la Constitución Federal. Barger v. Playboy Enterprise, 564 F. Supp. 1151 (1983); Dong v. Board of Trustees of Leland Stanford, 191 Cal. App. 3d 1572(1987); Auvil v. CBS “60 Minutes”, 800 F. Supp. 928 (1992); Isuzu v. Consumers Union of U.S., Inc., 12 F. Supp. 2d 1035 (1998); Ferlauto v. Hamsher, 74 Cal. App. 4th 1394 (1999); Yow v. National Enquirer Inc., 550 F. Supp. 2d 1179 (2008).

[28] En el umbral de cada acción por difamación, la parte demandante tiene que demostrar que en algún sentido definitivo y directo es la persona contra quién la expresión difamatoria se dirige, eso es, tiene que probar que es quién sufre el daño a su reputación. R. Smolla, op cit. La pauta no requiere que la parte demandante sea nombrada específicamente. D.A. Elder, Defamation: A Lawyers Guide, New York, Clark Boardman Callaghan, 1993, sec. 1:30. Una manifestación se debe entender como que identifica específicamente al sujeto demandante cuando la audiencia o los receptores, correcta o erróneamente pero razonablemente, así lo comprenden. R. Smolla, op. cit., sec. 4:42. Por consiguiente, una referencia no intencionada puede causar que el demandado sea responsable solamente si la audiencia entiende razonablemente que las declaraciones alegadamente difamatorias identifican específicamente al demandante. Íd. Es relevante para medir la razonabilidad de la creencia el que sea un grupo pequeño o sólo una persona. R. Smolla, op. cit., sec. 4:44. Por otro lado, los casos, generalmente, rechazan cualquier sugerencia sobre la intención real de la parte demandada o la impresión de la propia persona demandante sobre la intención que tenía el sujeto demandado de identificarlo. D.A. Elder, op. cit.,  sec. 1:30; R.D. Sack, op. cit., sec. 2.8.1.

[29] En esta modalidad de sentencia sumaria la parte promovente debe demostrar, luego de transcurrido un tiempo adecuado y razonable para el descubrimiento de prueba, que de los documentos que acompañan su solicitud o del récord del tribunal surge que la parte promovida no cuenta con evidencia suficiente para probar un elemento esencial de su caso, sobre el cual tiene el peso de la prueba. Medina v. M.S. & D. Química P.R., Inc., supra.

 

[30] Para la negación de un derecho fundamental, el debido proceso de ley exige que el valor y suficiencia de la prueba sea medido con el criterio de prueba clara, robusta y convincente. P.P.D. v. Admor. Gen. De Elecciones, 111 D.P.R. 199, 223 (1981); In re Caratini, 153 D.P.R. 575 (2001).

  

 

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