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Volumen 41: Num. 1 de 2002
 

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La solidaridad en el proceso judicial_  

Jaime B. Fuster**  

“Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer;

o sediento, y te dimos de beber?

¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos;

o desnudo, y te vestimos?

¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel,

y fuimos a verte?

Y el Rey les dirá: En verdad les digo que

Cuando lo hicieron a uno de estos hermanos míos

más pequeños, a Mí me lo hicieron”.

 

Mt 25, 37-40

 

“Mira, Sancho,... Cuando pudiere y

debiere tener lugar la equidad,

no cargues todo el rigor de la leyal delincuente;

que no es mejor la fama del juez riguroso

que la del compasivo.”

 

Consejo de don Quijote de la Mancha a Sancho

en ocasión de la gobernación de la Insula de Barataria.

 

El tema que he de atender es el de la solidaridad en los procesos judiciales. Es decir, he de considerar de manera específica cómo los jueces, en nuestro desempeño como tal, podemos y debemos propiciar la solidaridad entre los seres humanos.

Debo comenzar esta reflexión con dos advertencias o cualificaciones. La primera es que la tesis que he de sostener aquí se refiere particularmente a los sistemas judiciales occidentales; concretamente a los sistemas fundados al amparo del “Common Law” anglosajón y del Derecho Civil europeo de origen romano. La tesis aludida parte de una visión del rol judicial de posible vocación universal, pero que tiene su raíz y contenido en una realidad histórica concreta, que es la de los dos grandes sistemas de Derecho del mundo occidental. Otro modo de expresar esta primera advertencia es diciendo que lo que ha de afirmarse aquí sobre el proceder de los jueces está inevitablemente sujeto a la realidad jurídica de cada país. La tesis puede ser más o menos válida en distintos lugares dependiendo de cómo el ordenamiento jurídico de cada país configura el cargo judicial. A pesar de las diferencias importantes con respecto a dicho cargo que pueden existir en sus leyes, en los países cuyos sistemas de derecho se originan en la tradición del Common Law o del Derecho Civil europeo, el rol judicial tiende a asemejarse lo suficiente, en lo que aquí nos concierne, como para permitir las generalizaciones contenidas en la tesis que he de presentar. Pero ello podría no ser así en otros sistemas jurídicos.

La segunda advertencia es que la tesis referida sólo puede presentarse aquí de modo esquemático. En cierto sentido, la tesis trata con el tema de la justicia. Es decir, al abordar el tema de cómo se puede adelantar la solidaridad humana a través de la función judicial, voy a exponer una visión de la idea de la justicia en nuestro tiempo. Tal empresa, que siempre es aventurada y osada, difícilmente puede hacerse de modo cabal en unas pocas páginas. Por así decirlo, personas mucho más autorizadas que yo han utilizado ríos de tinta para tratar el tema de la justicia en todos sus aspectos, por lo que sería claramente pretencioso formular aquí algo más que una mera noción esquemática del asunto. Como parte de esta advertencia, debo añadir que la tesis que he de presentarles a continuación toma mucho de lo que otros han pensado y escrito ya. Sobre todo en cuanto a la naturaleza del rol judicial, descansa mucho en los conocidos trabajos de juristas como Benjamín Cardoso y Edgar Bodenheimer de Estados Unidos; José Castan Tobeñas de España; y sobre todo de Dr. Luis Recasens Siches de México.

Hechas estas advertencias, pasemos al tema.  

* * * * * * * * * * * * * *

Por razón del imperio del dogma de la separación de poderes, comúnmente se entiende que la labor ordinaria de un juez es la de aplicar a casos particulares las normas positivas preexistentes del ordenamiento jurídico de su país. Visto así, el juez es el guardián y aplicador del Derecho positivo en vigor. Su rol se contrasta con el del legislador, que es a quien le compete formular las normas generales que considere adecuadas para atender los problemas sociales. El legislador dicta la ley y el juez es el encargado de aplicarla.


Como parte de ésta visión, el juez como tal, al realizar su labor no puede echar a un lado las normas del Derecho positivo, antes bien debe prestarles fiel obediencia. Sobre todo no puede el juez desplazar la legalidad vigente para sustituirla con su propio criterio personal sobre cómo debe resolverse algún caso que tiene ante su consideración. Los juicios de valor particulares del juez no pueden reemplazar los mandatos legislativos. Por ello, se piensa que el quehacer judicial no ha de tener un contacto directo sustancial con una axiología o una estimativa jurídica. No le compete al juez la consideración de criterios de valoración para determinar si es justa la sentencia que ha de dictar en algún caso concreto porque, según esta visión, el orden jurídico positivo, que obliga al juez, incorpora ya los criterios valorativos que han de hacerse valer en cada caso.

Con arreglo a lo anterior, la consideración por el juez del asunto de la justicia sólo debe ocurrir más allá de su oficio cotidiano. Lo estimativo o valorativo le atañe no cuando adjudica sino cuando actúa como orientador de la legislación futura. Se piensa que nadie está en mejores condiciones que el juez para asesorar sobre la reforma del Derecho positivo. Por su cotidiana labor de aplicar las leyes en vigor, el juez es quien más experiencia tiene sobre las fallas del Derecho positivo vigente. Por eso, según esta visión, el juez puede orientar con certera capacidad respecto a los cambios que deben introducirse en la legalidad en vigor, para que mediante nuevas leyes o nuevos reglamentos ésta se haga más justa o eficaz. La labor de orientar y hasta de propulsar cambios en el ordenamiento jurídico es muy importante y constituye una función que el juez debe acometer; pero nótese que dicha labor, según esta visión, ocurre fuera del estrado. Es decir, sólo más allá del rol como adjudicador es que se concibe que pueda o deba el juez adentrarse en alguna axiología jurídica.

Esta visión, que limita tan estrictamente el quehacer valorativo y justiciero de los jueces, imperó en el siglo XIX y todavía prevalece entre muchos jueces en Europa y en América. Sin embargo, en el mundo actual otra visión, otro paradigma, de raíces muy antiguas, la ha estado desplazando. La concepción que pugna por prevalecer en nuestros días rechaza la rígida contraposición decimonónica entre el órgano que dicta la ley y el encargado de aplicarla. Reconoce, más bien, que el juez como tal, cuando adjudica, lleva a cabo cotidianamente una tarea de elaboración o producción del Derecho positivo que apareja realizar juicios valorativos. En esta otra visión del cargo judicial, se piensa no sólo que el juez, al adjudicar como le compete, en efecto lleva a cabo una función de creación jurídica que comprende juicios de valor, sino además que el juez debe acometer tal función creadora, si es que el sistema jurídico ha de ser adecuado.

Esta visión contemporánea del rol judicial tiene dos modalidades, por así decirlo. La de más amplio apoyo, parte del hecho innegable de que las normas generales del Derecho positivo –las legisladas- no constituyen un todo terminado o completo que pueda operar siempre de modo directo y automático sobre las realidades sociales. Tales normas generales tienen que ser aplicadas a casos concretos. El Derecho positivo de los códigos, de los estatutos y de los reglamentos consiste siempre de abstracciones que tienen que ser individualizadas al aplicarse a un caso real particular que el juez tiene ante su consideración. Este paso, de la norma general de términos y consecuencias abstractas, a la sentencia particular del caso real y concreto, se realiza a través del proceso de la interpretación del Derecho positivo. Se trata de una tarea particularmente judicial, que está inexorablemente empapada de juicios de valor, en mayor o menor grado. Como dice Recasens Siches, en esta ingente tarea interpretadora el juez “está en tratos con las exigencias de la justicia”. No puede obviar entrar en algún contacto directo con alguna estimativa o axiología, esté el juez consciente de ello o no.

Con arreglo a la vertiente de mayor consenso de la visión aludida sobre el rol judicial, la interpretación del Derecho positivo constituye una labor de creación jurídica, pero sólo de manera limitada. No es que el juez tenga plena autonomía para decidir todos los casos como mejor lo estime. La creación jurídica del juez se circunscribe, por un lado, sólo a una serie de instancias en las cuales ello es necesario. Se trata, por ejemplo, de situaciones en que existen lagunas en el Derecho positivo aplicable; o en las que existen diferentes disposiciones o esquemas normativos del Derecho positivo que podrían ser aplicables y hay que seleccionar la que debe regir; o en que hay disposiciones conflictivas que son claramente aplicables y es menester armonizarlas; o en que los propios términos del Derecho positivo son deliberadamente elásticos o discrecionales porque el legislador delegó a propósito en el juez para que fijase la norma concreta a regir en el caso particular. En todas estas situaciones y otras similares o análogas, según esta visión, es legítimo que el juez formule el derecho concretamente aplicable, lo que apareja realizar juicios valorativos.


Según esta vertiente de la visión contemporánea referida, la autonomía decisional del juez no sólo está limitada a las instancias aludidas antes sino que, además, en tales instancias el juez debe aplicar principios generales de derecho o de equidad. Una supuesta segunda limitación, pues, recae sobre su autonomía decisional. No puede el juez aplicar a esas instancias sus meros criterios valorativos personales. Más bien, viene compelido a recurrir a las normas más fundamentales que informan al propio Derecho positivo vigente, para derivar de éstas las que han de aplicarse a las instancias referidas antes.

Es claro, pues, que aun en esta vertiente de la visión contemporánea del rol del juez, la teoría jurídica impone unas supuestas restricciones al manejo por el juez de sus propios juicios valorativos al momento de adjudicar. Existe, sin embargo, otra vertiente de la visión referida antes que admite, además, que en ciertas situaciones muy particulares el juez tiene aun mayor libertad de adherirse a alguna axiología o estimativa jurídica que va más allá de los confines técnicos del ordenamiento positivo. Esta otra vertiente, que tiene muchos menos adeptos que la reseñada antes, incluye también en el ámbito de la discreción judicial las dos circunstancias que más dificultades le provoca a jueces y jurisconsultos. Como todo juez de experiencia sabe, en ocasiones existen casos en los cuales las normas concretas del Derecho positivo que serían claramente aplicables a dichos casos, no deben tener vigencia en éstos porque no están a la altura de los tiempos. No es que no existan normas de Derecho positivo que rijan el caso. La primera circunstancia trata precisamente de situaciones en las cuales tanto el claro sentido literal como el indudable significado de la ley escrita aplicable al caso apuntan a un resultado que sería contrario a lo que exigen unas nuevas realidades sociales. El cambio de los tiempos han convertido a la norma de derecho positivo aplicable en una reliquia histórica que no debería hacerse valer.

La segunda circunstancia que apareja gran dificultad para los juristas es análoga a la anterior. Se trata de la situación en que también existe una norma de derecho positivo que rige claramente para un determinado caso, pero que el juez no debe aplicarla porque ello resultaría en una grave injusticia. El problema en esta segunda circunstancia no es provocado por un cambio en las realidades sociales, sino más bien por las particularidades de algún caso especial. Se trata de una norma de Derecho positivo que de ordinario atiende legítimamente la generalidad de los casos a que aplica, pero que hacerla valer en una controversia de rasgos excepcionales ofendería el más común sentido de lo que es justo.

Con respecto a las dos circunstancias aludidas en los párrafos anteriores es menester resaltar que éstas ocurren de vez en cuando en el quehacer judicial y confrontan al juez con la necesidad inescapable de hacer una decisión de un modo u otro. Es decir, las dos circunstancias referidas acontecen como cuestión de realidad y el juez se topa con ellas quiera o no. Surgen ocasionalmente como resultado inevitable de la naturaleza misma del proceso judicial. Enfrascan al juez inexorablemente en la disyuntiva de hacer valer una norma concreta de derecho positivo que en el caso ante su consideración ya no responde al bien común, o de formular en cambio un nuevo criterio normativo que esté a la altura de los tiempos y sea justiciero. El juez no puede evadir la disyuntiva. Debe adjudicar el caso que tiene ante sí. Por eso, es responsable de la alternativa que escoja. Si opta por la norma arcaica o por la de efectos injustos es porque ha decidido favorecer los intereses sociales anacrónicos o de dominación que informan dicha norma. No puede escudarse para ello en la noción de que dicha norma la ordenaba el Derecho positivo vigente, precisamente porque tenía una opción ante sí y su misión como juez en tales casos es la de superar la deficiencia de la ley.

En efecto, conforme a la visión del rol de juez que han sostenido muchos teóricos del Derecho hoy día –pero quizás no la mayoría de ellos- en las dos circunstancias referidas el juez está libre para descartar la norma de Derecho positivo aplicable y sustituirla con alguna nueva norma formulada por el propio juez, que satisfaga las exigencias de la justicia. Se le atribuye al juez la facultad de integrar nuevas soluciones al Derecho positivo, de adaptarlo a la vida y rejuvenecerlo. Esta labor correctora y perfeccionadora de la ley Castan Tobeñas la llamó la aplicación reconstructiva del Derecho, que según él es tan importante y tan legítima como la tarea de aplicar ordinariamente el Derecho positivo. No se trata de una labor que el juez lleva a cabo cotidianamente. Se realiza, más bien, de un modo ocasional, cuando el juez se topa con algunos de los intersticios o poros que tiene el entretejido del Derecho positivo. No cabe duda de que la función de reformar el Derecho positivo a fondo o abarcadoramente no le toca al juez sino al legislador. Sin embargo, el hecho de que la labor reconstructiva del Derecho positivo que sí le compete al juez ocurra sólo ocasionalmente no significa que dicha labor no se deba acometer ni que carezca de importancia. Por el contrario, se trata de una tarea esencial que el juez debe realizar porque procura asegurar la continua vitalidad y justicia del Derecho positivo vigente. Por ello, se estima que llevarla a cabo es parte de la misión fundamental del juez, como un deber inherente a su cargo judicial.

En resumen, pues, en el pensamiento filosófico-jurídico de actualidad pugna por prevalecer una concepción del rol del juez que le reconoce a éste un margen de libertad más o menos amplio para la creación jurídica, a fin de llenar las lagunas que tiene el Derecho positivo, conjurar sus fallas, atemperar su dureza, actualizarlo y evitar que dé lugar a consecuencias inicuas o resultados absurdos. Esta labor reconstructiva del Derecho positivo encuentra su justificación en la noción de que cuando el juez no aplica la ley escrita a algún caso particular en el cual hacerlo causaría una patente iniquidad, no viola la voluntad del legislador, más bien la acata. Como señaló Guiseppe Maggiore, el jurista italiano, no puede presumirse que el legislador haya tenido la intención de que la aplicación del Derecho positivo resultase en una injusticia ni siquiera en un solo caso, porque ello destruiría el fundamento mismo del orden jurídico. Por eso, en el caso referido el juez ha de interpretar rectamente la voluntad del legislador impidiendo que la injusticia se consuma.

En la actualidad, pues, vuelve a imperar la vieja idea tomista de que el Derecho, para tener valor de Derecho, tiene que ser justo. Dicho en términos más contemporáneos, el Derecho positivo es un conjunto de medios construidos por seres humanos para producir soluciones a determinados problemas de convivencia social, soluciones que se reputan justas y útiles para el bien común. Es decir, el buen legislador al buscar que se produzca un determinado efecto sobre la realidad social escoge el que se incorpora a la ley escrita precisamente porque considera que ese efecto es el más justo. Por ello, el criterio valorativo más fundamental que permea todo el entramado del Derecho positivo es el de la justicia. Al aplicar el Derecho positivo, por ende, la misión del juez es sobre todo la de hacer justicia. Por eso señaló Pizarro Crespo que “el juez debe obediencia a la ley, y la mejor manera de servirla es la de realizarla en su idea animadora, esto es, en la justicia, que constituye su más profundo contenido”.

Esta idea, tan central a la emergente visión contemporánea del rol del juez, de que éste ejerce una inevitable función de creación jurídica, de que ningún orden jurídico puede subsistir sin tal función de interpretación judicial, plantea un problema medular; un problema cuya consideración nos trae –al fin- directamente al tema de la solidaridad en el proceso judicial. El problema medular es el de cómo ha de ejercer el juez la función de creación jurídica referida. Es decir, cuando el juez encara, digamos, una laguna real en el Derecho positivo, ¿cómo debe rellenar tal laguna? Cuando se encara a una situación de contradicciones en el Derecho positivo aplicable a un caso, ¿cómo debe resolver la contradicción? Cuando existen dos esquemas de Derecho positivo que podrían regir en una controversia concreta, ¿cómo escoge cuál debe aplicarse? Cuando existe una deficiencia en la ley escrita que daría lugar a un resultado anacrónico o injusto, ¿cómo adjudica entonces el juez?

En todas estas circunstancias, y otras análogas, cuando el juez debe determinar la norma concreta que ha de aplicarse; es decir, cuando éste tiene que realizar un juicio de valor, el juez no está libre para guiarse meramente por sus convicciones personales. Uno de los elementos del concepto decimonónico del rol del juez continua teniendo vigencia aún con respecto a la visión que pugna por prevalecer en la actualidad. Si el Derecho, para tener valor como Derecho ha de ser justo, también ha de tener una garantía de objetividad. Es decir, es imperativo que la norma a aplicarse al caso especial no sea arbitraria ni producto del capricho o del excéntrismo personal del juez o de sus prejuicios, ni de los intereses egoístas que el juez pueda favorecer privadamente. No puede sustituirse la tiranía de la ley rígida y dura por la tiranía de la incertidumbre y la parcialidad.

Para darle la necesaria objetividad a la labor de creación jurídica del juez, ésta debe inspirarse en los principios ideales de justicia y en el trasfondo de convicciones sociales vigentes que enmarcan el orden jurídico en vigor. La tarea del juez está empapada de juicios de valor, de estimaciones como dice Recasens Siches, pero esas operaciones axiológicas o estimativas del juez deben ocurrir dentro del marco de las valoraciones sobre lo que es justo que prevalezcan en su sociedad.

Pues bien, resulta que en nuestra época existe una concepción universalista de lo que la justicia exige. Se trata de una axiología humanista de raíz cristiana. Está contenida concretamente en lo que conocemos como los derecho fundamentales de las personas, los llamados derechos humanos. Esta visión de lo que es justo, que ha estado evolucionando desde hace miles de años y que hoy se acepta como esencial por jurisconsultos en todos los rincones de la Tierra, es la que debe inspirar al juez en sus importantes funciones de orientar la legislación futura y de mantener la integridad del Derecho positivo mediante la interpretación creadora de éste. Es por así decirlo el Derecho Natural de nuestra época.

La visión a que me refiero está plasmada en tratados o convenciones internacionales. Su expresión de mayor apoyo es la Declaración Universal de Derechos Humanos formulada en 1948 y suscrita en la actualidad por 189 naciones. Esa Declaración, que fue enjuiciada de modo positivo por su Santidad Juan XXIII en la encíclica Pacem In Terris, es el común denominador de las más elevadas aspiraciones de la humanidad. Representa, por así decirlo, el ideal común de todos los países del mundo sobre la solidaridad humana. Pueden existir formulaciones más perfectas de los derechos humanos que la Declaración de las Naciones Unidas, pero la Declaración referida tiene el extraordinario valor de que a menos formalmente tiene el respaldo de todos los países del mundo. Encarna, pues, una convicción universal sobre los elementos constitutivos de la solidaridad humana, un paradigma sobre lo que es justo ampliamente compartido por todos los pueblos de la Tierra. Es la concreción de la adhesión y la fidelidad que le debemos a la causa de los demás. Es el mapa que especifica los pasos que conducen a la liberación integral del ser humano y al progreso real de los pueblos.

El principio cardinal de esta concepción universal de la justicia es que la dignidad del ser humano, de todo ser humano, es inviolable. Su corolario esencial es que el orden político –y por ende el orden jurídico- existe primordialmente para procurar el pleno desarrollo de las personas. Parte, además, de la esencia de esta visión, es la exigencia de que para que los derechos concretos que dimanan de la esencial dignidad humana se realicen eficazmente, los seres humanos, “deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Art. 1 de la Declaración). La Declaración, pues, incorpora de modo expreso la solidaridad entre las personas como elemento esencial de la más alta aspiración de la humanidad que allí se proclama.

La concepción referida tiene su raíz en una idea que aparece en el Viejo Testamento y que adquiere máximo relieve y perfección en el mensaje cristiano del Evangelio. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, adviene además hijo de Dios por mediación de Jesucristo. De ahí procede de la manera más radical su inviolable dignidad. Es menester señalar que la Iglesia ha insistido una y otra vez, sobre todo recientemente, en que el valor de cada ser humano se demuestra y se perfecciona en Cristo, en su encarnación y en su acción redentora en la Cruz. Por ello, la Iglesia proclama hoy día enfáticamente el evangelio de los derechos humanos como exigencia esencial de su misión. Sobre todo a los laicos, la Iglesia proclama que la adhesión a Cristo por medio de la fe exige promover y ayudar a construir la “cultura de la solidaridad”. Enseña la Iglesia que es moralmente inaceptable que los laicos no afirmen con coherencia y responsabilidad los valores del evangelio con respecto a la vida social, lo que incluye la defensa y promoción de normas y principios éticos fundados en la esencial dignidad humana, en las exigencias de la justicia social, y en el destino universal de los bienes de la creación. (Véase en particular la Exhortación Apostólica Ecclesia in America del Papa Juan Pablo II).

Por su inviolable dignidad, todos los seres humanos son esencialmente iguales y todos tienen derecho igualmente a unas libertades, prerrogativas y condiciones de vida que son cónsonas con esa dignidad. Se deriva así, por ejemplo, el derecho a la vida, que incluye no sólo el derecho a la existencia y a la integridad física, sino también el derecho a poseer un nivel de vida digno y por tanto el derecho a todos los medios indispensables y suficientes para el logro de una subsistencia adecuada. Asimismo, se deriva de la inviolable dignidad e igualdad humana todo lo siguiente: (1) la libertad personal –con sus concomitantes esenciales de la libertad de pensamiento, de expresión, de conciencia, de culto, de reunión y asociación, y otras; (2) la inviolabilidad de la vida privada y familiar; (3) los derechos democráticos, que incluyen los de plena y libre participación en los asuntos de la colectividad; (4) los derechos de los trabajadores; (5) los derechos de los acusados; (6) el derecho a participar en los bienes de la cultura, que incluye el derecho a la educación; en fin, los varios derechos humanos fundamentales que se reconocen en la Declaración Universal referida antes y en otros convenios internacionales.

Debe resaltarse que la concepción sobre los derechos humanos a la que estoy haciendo referencia es, como se intimó antes, el producto de una larga evolución y de muchas luchas históricas. Las ideas que prevalecen en la actualidad sobre el alcance y el contenido concreto de estos derechos son el resultado de una larga cadena de eventos, muchos de ellos sangrientos, que reflejan como la noción fundamental sobre la esencial dignidad e igualdad de las personas se ha ido desdoblando y definiendo mejor a medida que la inteligencia y la sensibilidad humana se desarrolla y progresa. Como se sabe, primero se elaboraron concretamente los llamados derechos políticos y las libertades civiles, que surgieron como producto de la lucha de hombres y mujeres contra el Estado todopoderoso y los gobiernos despóticos. La libertad de culto, la separación del Estado y la Iglesia, la protección de la propiedad privada, la libertad de prensa, la privacidad del hogar, el debido proceso de ley, y el derecho al sufragio son algunos de los más sobresalientes derechos humanos que se consagraron y se perfilaron en las primeras etapas de su historia. Más recientemente, surgieron los llamados derechos económicos y sociales, también producto de grandes luchas, inspiradas en la idea de que el fundamental derecho a la vida no ampara meramente la prerrogativa de vivir sino también la de vivir con dignidad; es decir, la de vivir con la posibilidad real de lograr el pleno desarrollo de la personalidad individual. El derecho a la educación, el derecho al trabajo, los derechos de los trabajadores, el derecho a la protección de la salud, los derechos de los menores de edad, el derecho a buscar asilo, el derecho a la vivienda y a los servicios sociales necesarios, éstos y otros similares se han consagrado y perfilado en épocas más recientes.

Se trata, pues, de un paradigma de solidaridad humana, de una idea sobre lo que en justicia le corresponde a cada cual, que ha ido concretizándose a través del tiempo y que ha de evolucionar aún más, según la conciencia humana va profundizando y conociendo mejor las implicaciones y los contenidos de la meta-visión de que todas las personas son esencialmente iguales por la inviolable dignidad que comparten como seres humanos, es decir, como hijos de Dios.


Debo hacer hincapié, además, en que esta idea contemporánea de la justicia, en función de la dignidad inviolable de la persona y en función de la esencial igualdad de todos los seres humanos, implica –como apuntaba Del Vecchio- un principio fundamental de reciprocidad. Es decir, que la seguridad de que los derechos fundamentales de algún sujeto se han de respetar apareja que éste reconozca como legítimo que estos derechos se le garanticen igualmente a todos los demás. La protección de los derechos humanos de cualquier persona ha de realizarse, pues, teniendo en cuenta y respetando los derechos de las otras personas, y teniendo en cuenta y respetando también el bienestar general de la comunidad –el bien común- porque es en la colectividad donde cada persona puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.

Pues bien, reseñado brevemente el ideal de justicia y de solidaridad humana encarnado en la concepción universal sobre los derechos humanos, debo ahora retomar el tema del rol actual de los jueces para añadir otra vertiente más de ese rol que no se había mencionado, y que es crucial para completar este esquema sobre la solidaridad en el proceso judicial.

Antes había identificado tres funciones primordiales de los tribunales: (1) la más tradicional, que es la de aplicar a casos particulares las normas de Derecho positivo en vigor; (2) la de orientar la legislación futura; y (3) la de mantener la integridad del Derecho positivo mediante la interpretación creativa y reconstructiva de dicho Derecho. Ahora es menester señalar que existe una cuarta función, por así decirlo. Realmente es un aspecto de las funciones ya mencionadas, pero es de tal importancia que amerita tratarse aparte o por separado, como si fuera una cuarta función.

Me refiero al rol específico y directo de los jueces en relación a la aplicación, la interpretación y el desarrollo de aquellos derechos fundamentales de las personas que están concretamente consagrados en la constitución de su país. Los jueces, de ordinario, son llamados a aplicar e interpretar las normas más comunes del ordenamiento jurídico en vigor, que son las contenidas en los códigos, en los estatutos, en los reglamentos o en las ordenanzas que son pertinentes al caso ante su consideración. La labor adjudicativa más cotidiana del juez, por así decirlo, gira en torno a estas fuentes más comunes del ordenamiento jurídico; repito, los códigos, los estatutos, los reglamentos y las ordenanzas.

Pero resulta que, de manera menos corriente, ocasionalmente, los jueces o algunos de ellos –aquellos a quienes compete la jurisdicción sobre tal asunto- también atienden casos en los cuales está directamente planteada alguna controversia relativa a los derechos constitucionales de las personas. Se trata aquí de casos que han de resolverse al amparo no de un código, estatuto, reglamento u ordenanza del lugar, sino al amparo de alguna de las disposiciones de la propia constitución del país que encarna alguno de los derechos humanos consagrados en esa constitución.

En ambos tipos de casos, el juez está llamado a aplicar e interpretar alguna norma de Derecho positivo. En los primeros, los casos más corrientes, el juez ha de lidiar con disposiciones de códigos, estatutos, reglamentos u ordenanzas. En los segundos, los casos menos comunes, el juez ha de lidiar con disposiciones constitucionales relativas específicamente a los derechos humanos. Sin embargo, el hecho de que en ambos tipos de casos el juez está llamado a aplicar e interpretar una norma de Derecho positivo, no significa que el rol judicial sea exactamente igual en ambas instancias. La diferencia en la naturaleza y en la jerarquía entre los dos tipos de normas referidas apuntan hacia modalidades distintas en el desempeño judicial.

En los casos de las normas de Derecho positivo más comunes, el juez viene en contacto con las exigencias de la justicia sólo de manera intersticial, como señalé antes, en un rol subsidiario al del legislador. No le toca al juez la función de formular el Derecho positivo si no más bien la de corregirlo y perfeccionarlo cuando existen poros en éste o cuando su aplicación rigurosa daría lugar a un resultado inicuo o anacrónico. En cambio, en los casos menos comunes, en los cuales está en cuestión algún derecho constitucional de una persona, el juez con competencia está en tratos con las exigencias de la justicia de manera primordial, no secundaria. Ello es así porque la Constitución no es un producto legislativo. Es la piedra angular del ordenamiento jurídico, y le corresponde precisamente a los tribunales con competencia protegerla, darle contenido concreto y hacerla valer.

Dicho de modo preciso, en los casos más comunes, si el juez llegase a encarar la necesidad de formular alguna norma concreta de Derecho positivo para adjudicar justamente algún caso que tiene ante su consideración, el juicio de valor que entonces ha de realizar debe inspirarse y orientarse en la axiología relativa a los derechos humanos, en cuanto ello sea pertinente. Esa axiología, como he señalado antes, debe servir como fuente de principios o criterios que guíe al juez; o sea como punto de referencia en la labor reconstructiva de las leyes positivas que viene llamado a aplicar para adjudicar justamente el caso concreto que el juez tiene ante su consideración. En cambio, en los casos menos comunes cuando el juez con competencia tiene ante sí un caso que involucra de manera directa e inmediata precisamente una cuestión sobre los derechos humanos garantizados por la constitución, el juez encara la más importante misión propia y tiene la responsabilidad de asegurar que esos derechos se respeten y se ejerzan a plenitud. Esa responsabilidad incluye la labor de interpretar las disposiciones constitucionales a la altura de los tiempos. Como bien señaló el eminente jurista Benjamín Cardoso, esos postulados básicos de la constitución no son normas para la hora que pasa, sino principios rectores para una realidad que evoluciona. Como guardianes que son de la Constitución, los jueces a quienes les compete deben asegurar la continuada vigencia de sus valores fundamentales frente a las nuevas realidades de su país. Su contacto con la axiología de los derechos humanos no es ya de carácter subsidiario sino de índole ingénita e ingente porque es al juez a quien le toca darle concreción y actualidad a los principios constitucionales sobre los derechos humanos, con arreglo a las convicciones sociales y las realidades de la época. En estos casos en los que el juez interpreta las disposiciones constitucionales sobre derechos fundamentales de las personas es cuando el foro judicial tiene su mayor impacto con relación a adelantar la causa de la solidaridad humana.

Para ilustrar concretamente el manejo judicial de la axiología relativa a los derechos humanos en las dos instancias referidas, conviene aludir a dos decisiones del Tribunal Supremo de Puerto Rico, foro al que pertenezco como magistrado. He de mencionar sólo lo esencial y lo pertinente de esas dos decisiones eliminando muchos tecnicismos de ellas, simplificándolas para lo que aquí nos concierne. En la primera de ellas estaba ante el Tribunal la revisión de una decisión del foro judicial de primera instancia, de esas que son las más comunes, es decir de las que surgen al amparo de algún código, estatuto o reglamento. La situación que deseo ilustrar con este caso es la de una norma de Derecho positivo vigente que sigue siendo ley a pesar de haber perdido su actualidad. Con arreglo a lo que se ha señalado antes, se trata de una situación en que el juez debe superar la norma anacrónica, y adaptar el Derecho positivo vigente a las nuevas convicciones sociales.

El caso es el de Figueroa v. Díaz.1 Aquí una menor de edad, nacida fuera de matrimonio, producto de las relaciones intimas entre una divorciada y un hombre casado, demandó a su padre en una acción de filiación. El derecho positivo vigente, formulado hacia mucho tiempo atrás, cuando no existían las pruebas científicas de paternidad que tenemos actualmente, exigía que el hecho de la paternidad se estableciese mediante un quantum especial de prueba bastante oneroso. La norma era que la paternidad en estos casos de hijos adulterinos tenía que establecerse mediante prueba “robusta y convincente”, que en términos prácticos significaba probar que los padres habían estado viviendo en público concubinato durante la concepción y el nacimiento del niño. Esta norma era evidentemente muy difícil de satisfacer, ya que de ordinario tal relación de adulterio ocurre a escondidas. La onerosa norma de Derecho positivo reflejaba el repudio social a la relación adulterina; y la consecuencia práctica de ella era que muy pocos hijos adulterinos lograban que se les reconociese el derecho a ser alimentados por su padre.

Nuestro Tribunal descartó en este caso la norma aludida y determinó en vez que el hecho de la paternidad podía probarse judicialmente del mismo modo que cualquier otro hecho en disputa. Es decir, que no se podía requerir una prueba especialmente rigurosa para establecer la paternidad, sino que ésta se podía establecer por cualquier medio legítimo de prueba, como sería, por ejemplo, la declaración de la madre sobre el particular, de ser ésta creída por el juez, o la admisión por el padre del hecho de la paternidad. Reconocimos así que no podía cargársele al hijo la culpa de los padres. Señalamos que la norma anterior era arcaica y no respondía al estado actual de nuestra conciencia colectiva, en el cual se valoraba la igualdad de las personas y el derecho de un menor a tener un padre que lo mantuviese y le diera apellido, sin importar si había nacido dentro o fuera de un matrimonio. De este modo, superamos una vetusta norma de Derecho positivo en aras de hacer justicia mediante un nuevo criterio normativo, arraigado en las convicciones sociales prevalecientes. La axiología sobre los derechos humanos estaba en la raíz de este dictamen, aunque el Tribunal sólo tenía ante sí una cuestión sobre el derecho de la prueba.

El otro caso que quiero traer a colación, del mismo tema que el anterior, es diferente a éste en que estaba expresamente planteado en el una cuestión sobre derechos humanos. Es un caso de los menos comunes. Se trata de Ocasio v. Díaz,2 Aquí, de nuevo, en lo esencial y lo pertinente, habían unos menores de edad, hijos adulterinos de padres casados con otras personas, que reclamaban su filiación. El asunto medular no era, como en el caso anterior, la cuestión de cuál era el grado y la calidad de la prueba necesaria para establecer la paternidad. Más bien, la cuestión era la de qué derechos concretos tenían estos hijos adulterinos con respecto a su padre biológico, una vez establecido el hecho de la paternidad. El foro judicial de primera instancia había decidido que dichos hijos tenían derecho a recibir alimentos del padre. Los reclamantes impugnaron ese dictamen ante el Tribunal Supremo e invocaron la disposición de nuestra Constitución que declara que todas las personas son iguales ante la Ley y que no existirá “discrimen alguno por motivo de raza, color, sexo, nacimiento, origen o condición social, ni ideas políticas o religiosas”.

Nuestro Tribunal resolvió que con arreglo a dicho principio de la Constitución, era nulas todas las disposiciones legales que estableciesen distinciones entre tipos de hijos, tales como hijos legítimos, hijos naturales o hijos adulterinos. Es decir, que en nuestro país a partir de la Constitución sólo existían “hijos”, todos iguales y con iguales derechos, sin que importasen las condiciones de su nacimiento. Nuestro Tribunal resolvió, por tanto, que los reclamantes no sólo tenían derecho a recibir alimentos del padre, sino también a llevar su apellido y en su día a heredar los bienes del padre igual que cualquier otro hijo que éste tuviese. Así los llamados hijos adulterinos tendrían los mismos derechos frente a los padres que los llamados hijos legítimos, incluso derechos hereditarios. El Tribunal Supremo de Puerto Rico resolvió este caso dándole concreción al fundamental derecho a la igualdad de las personas, es decir, fundamentado su dictamen precisamente en el principio de que todos los seres humanos son iguales ante la Ley.

Como pueda observarse, pues, en el primer caso como en el segundo, el Tribunal decidió a base de la axiología relativa a los derechos humanos. En el primero, esa axiología resultó ser el punto de referencia del cual dimanó el dictamen judicial. Los derechos humanos sirvieron de trasfondo a la decisión del Tribunal. En el segundo caso, el Tribunal también decidió a base de la axiología relativa a los derechos humanos, pero no como cuestión de punto de referencia o de trasfondo, sino como fundamento directo e inmediato de la decisión aludida. Los dos casos representan así dos modalidades distintas del proceder judicial en relación a los derechos humanos.

Para concluir, pues, el juez, según la visión más actualizada sobre su rol, en las frecuentes ocasiones en que tiene que entrar en juicios valorativos para decidir un caso que está ante su consideración, o cuando le toca la importante función de recomendar reformas en las leyes, ha de hacerlo con arreglo al ideal de justicia que impera como paradigma en nuestra época. Se trata de un ideal de solidaridad que proclama la inviolable dignidad e igualdad de todos los seres humanos, y el pleno y libre desarrollo de las personas, como los más altos valores jurídicos. Con arreglo a este ideal de justicia, a este ideal de solidaridad humana, el juez ha de ser sensible particularmente a la necesidad de conjurar los discrímenes que históricamente han sufrido las minorías, los trabajadores, los encarcelados, los acusados, las mujeres, los indigentes, los emigrantes y otros desfavorecidos y desamparados. Ha de estar consciente de que el reto mayor de la justicia es el de proteger la dignidad humana y procurar el desarrollo pleno precisamente de aquéllos que más lo necesitan, de los desvalidos, y de aquellos que han sufrido cualquier forma de opresión o injusticia. Sobre todo el juez comprometido con este ideal de solidaridad humana tiene que estar preparado y decidido a tener enfrentamientos con los poderosos de la sociedad y sus adláteres. Ello, porque procurar la suprema dignidad e igualdad de los seres humanos conlleva a la vez ayudar a efectuar la equitativa distribución de los bienes de este mundo común, lo que gira en contra de los egoísmos y las hipocresías de los que usufructúan privilegiadamente esos bienes.

Tal es el llamado a la solidaridad de los que honran la ingente misión de impartir justicia.  



*Versión editada de la ponencia presentada por el Juez Fuster en el Congreso Internacional de Teología y Sociedad, auspiciado por el Movimiento por un Mundo Mejor sobre el tema La experiencia de la solidaridad en el nuevo milenio, celebrado en Ciudad de México del 30 de abril al 4 de mayo de 2001.

**Juez Asociado del Tribunal Supremo de Puerto Rico.

175 D.P.R. 163 (1953).

288 D.P.R. 676 (1963).

 

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